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TRAS LA VIRTUD

«TRAS LA VIRTUD»: SÍNTESIS Y RECENSIÓN

Autor: Ignacio Aparisi

Síntesis y recensión de la obra de Alasdair MACINTYRE,

After Virtue, University of Notre Dame Press 1984.

Traducción española: Tras la Virtud, Editorial Crítica, Barcelona 1987, 350pp.

ÍNDICE

1. Introducción

2. Naturaleza del desacuerdo moral actual. El «emotivismo»

3. El emotivismo no se supera con la filosofía analítica

4. Proyecto ilustrado de justificación de la moral

5. Reponer una ética de virtudes. «La Ilíada»

6. Concepto de tradición. Las virtudes según Aristóteles

7. Otras conclusiones

1. INTRODUCCIÓN

Alasdair MacIntyre llegó a entender, como escribe en el prefacio de Tras la virtud, que estudiar los conceptos de la moral simplemente reflexionando sobre lo que él y los que tiene alrededor dicen o hacen, es estéril, «porque en el mismo momento en que estaba afirmando la variedad y heterogeneidad de las creencias, las prácticas y los conceptos morales, quedaba claro que yo me estaba comprometiendo con valoraciones de otras peculiares creencias, prácticas y conceptos. Di, o intenté dar cuenta, por ejemplo, del surgimiento o declive de distintas concepciones de la moral; y era claro que mis consideraciones históricas y sociológicas estaban informadas por un punto de vista valorativo determinado. Más en particular, parecía que estaba afirmando que la naturaleza de la percepción común de la moralidad y del juicio moral en las distintas sociedades modernas era tal, que ya no resultaba posible apelar a criterios morales de la misma forma que lo había sido en otros tiempos y lugares –¡y esto era una calamidad moral!–» (pp. 9-10)1.

After virtue (1981) es fruto de una dilatada reflexión sobre las deficiencias de sus primeros ensayos de filosofía moral. El autor comenzó a escribir este libro en el año 19722. Un tema central de buena parte de aquellas obras3 era que «la historia y la antropología debían servirnos para aprender la variedad de las prácticas morales, creencias y esquemas conceptuales»4. En Tras la virtud, se propone recuperar el concepto ético central de virtud, perdido, como señala el autor, en amplios sectores de la literatura ética contemporánea influida por la ética kantiana y la utilitarista. Realiza en la primera parte un análisis y valoración del emotivismo ético que invade gran parte del pensamiento socio-cultural de nuestros días en materias de moral. Frente a este emotivismo ético, defiende MacIntyre el carácter racional y objetivo de la moralidad del obrar humano y la necesidad de que ésta recupere su fundamentación teónoma y teleológica. Expone MacIntyre cómo este doble fundamento ha sido anulado por la ética kantiana y la ética de Hume respectivamente, al pretender Kant suplantar el fundamento teónomo por la autonomía de la razón pura práctica, y Hume, la  teleología de la acción humana por el bien entendido exclusivamente en términos de placer o utilidad.

También ayuda After virtue a conocer mejor la historia de la ética, sobre todo a partir de la Ilustración, de la que MacIntyre hace una valoración –que parece muy acertada– de sus supuestos y de las causas de su fracaso. En efecto, los pensadores de la Ilustración querían demostrar que era posible un acuerdo racional sobre la moralidad, que había argumentos convincentes para cualquier persona racional, cuyas conclusiones eran los principios de la moral. Desgraciadamente, los pensadores en cuestión fueron incapaces de ponerse de acuerdo entre ellos acerca de cuáles eran esos argumentos y a qué conclusiones llevaban, como pone de manifiesto MacIntyre en su libro.

Pero el desacuerdo no tuvo lugar sólo entre los filósofos; se extendió –y se extiende– a las actuaciones morales ordinarias. La consecuencia ha sido una cultura de profunda discrepancia moral enmascarada superficialmente por un consenso retórico. Un ejemplo lo proporciona la «regla» moral, públicamente compartida, acerca de la verdad y mentira. A este propósito, al referirse a esa «regla», comentaba años más tarde: «»No digas nunca una mentira excepto cuando…»; a continuación, se añade una lista de excepciones, que significativamente termina con un «etc.» Puesto que cada persona confecciona su propia lista de excepciones y adopta su propio punto de vista acerca de lo que constituye una ofensa grave o insignificante contra la veracidad, lo que al comienzo parece un principio compartido, resulta después un expediente para acomodarse a las opiniones mas dispares. Y el resultado es una profunda confusión acerca de las pautas morales con las que hay que juzgar a las diferentes personas: políticos, profesores o padres. No nos ponemos de acuerdo sobre el modo de responsabilizar a los demás. La consecuencia es que cada vez se nos trata como seres menos responsables»5.

MacIntyre, al comienzo de Tras la virtud, acude al ejemplo de las consecuencias de una guerra catastrófica y formula una hipótesis no carente de realidad: en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está como en un grave estado de desorden conceptual. No infrecuentemente el hombre  posee «fragmentos de un esquema conceptual», partes a las que faltan los contextos de los que derivaron el significado – precisamente– de esos conceptos morales. Poseemos «simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones clave; pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente– nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral» (p. 15). Además, nuestra capacidad para ser guiados por el razonamiento moral, para definir nuestras transacciones con otros en términos morales, es tan fundamental para la visión de nosotros mismos, que plantearse la posibilidad de que seamos radicalmente incapaces de hacerlo sería tanto como preguntarnos por «lo que somos y hacemos». Pero esto es difícil de realizar (de dar una respuesta), si bien MacIntyre intenta ofrecerla.

La tesis de MacIntyre se resume en el «título» de su libro. Tras la virtud expresa la ambivalencia característica de muchos fenómenos de nuestro tiempo. El diagnóstico que realiza de la moral de finales del siglo XX es desolador: el ethos configurado por la modernidad ha dejado de ser creíble, el proyecto ilustrado ha sido un fracaso y es inútil proseguir la búsqueda de una racionalidad y de una moralidad universales, como pretendió hacer el pensamiento moderno. La modernidad (o postmodernidad) se encuentra en un estado que cabría caracterizar como de después de la virtud. «Además, llegué a entender que el propio marxismo ha padecido un serio y perjudicial empobrecimiento moral a causa de lo que en él había, tanto de herencia del individualismo liberal como de su desviación del liberalismo» (p. 10).

2. NATURALEZA DEL DESACUERDO MORAL ACTUAL. EL «EMOTIVISMO»

Sostiene MacIntyre que la moral ha sido inficionada por un hecho que pretende destruirla, la pérdida del sentido y valor de la virtud: vivimos después (after) de la virtud. Lo más característico de la situación moral presente es la ausencia de un acuerdo sobre qué sean el «bien» y el «mal», pareciendo existir casi una imposibilidad para entenderse. Afirma que se debe al predominio del «emotivismo»; una moral del sentimiento subjetivo, desarrollada por los filósofos ingleses de comienzos del siglo XX, y que arranca de la convicción sobre la imposibilidad de dar una justificación racional de la moralidad objetiva. Es decir, una forma de cultura en la que, los que hacen afirmaciones morales, creen que están apelando a algún tipo de norma moral independiente de sus propias preferencias y sentimientos, aun cuando, de hecho, no exista el tipo concreto de norma moral al que están apelando y, por consiguiente, se limitan exclusivamente a expresar sus propias experiencias y sentimientos de forma enmascarada. Quien descubre que sus afirmaciones morales han incurrido en un error de este tipo, – explica– podría moverse en dos direcciones: En primer lugar, puede preguntarse si el error reside en que la naturaleza de las normas morales objetivas ha sido mal comprendida por la cultura en que se vive. De ser así, puede llegarse a la conclusión de que hay normas morales independientes de las preferencias y sentimientos individuales, pero muy diferentes de aquellas a las que se apela de modo ostensible en el propio ámbito cultural (este raciocinio es el seguido en el transcurso del análisis que realiza MacIntyre partiendo de la crítica al liberalismo);

En segundo lugar, se puede concluir que no hay ningún género de normas morales objetivas, y que las afirmaciones morales de un individuo son expresiones postmodernas de los puntos de vista de Kant. Quien llegara a percibir que lo que se considera una apelación a normas independientes no es de hecho sino una expresión disfrazada de preferencias individuales, pero siguiera actuando como si ello no fuera así, estaría contribuyendo a sostener una moralidad que es «un fragmento» de «decepción institucionalizada».

Al hacer un diagnóstico de la cultura moral contemporánea como cultura emotivista, MacIntyre trata de indicar los peligros que esta actitud encierra. «En este contexto, la retórica superficial de nuestra cultura tal vez hable indulgentemente de pluralismo moral, pero esa noción de pluralismo es demasiado imprecisa, ya que igualmente podría aplicarse a un diálogo ordenado entre puntos de vista interrelacionados, como a una mezcla malsonante de fragmentos de toda laya. La sospecha se aviva cuando nos damos cuenta de que esos diferentes conceptos que informan nuestro discurso moral, originariamente estaban integrados en totalidades de teoría y práctica más  amplias, donde tenían un papel y una función suministrados por contextos de los que ahora han sido privados. Además, los conceptos que empleamos han cambiado de carácter, al menos en algunos casos, durante los últimos trescientos años. En la transición desde la diversidad de contextos en que tenían su elemento originario hacia nuestra cultura contemporánea, «virtud» y «piedad» y «obligación» e incluso «deber» se convirtieron en algo distinto de lo que una vez fueran» (pp. 24- 25). MacIntyre, al tratar de describir la historia de tales cambios, encuentra una justificación de su hipótesis inicial (el lenguaje de la moral está como en un grave estado de desorden conceptual) y se plantea si podrá construir una «narración» histórica verdadera en cuyo estadio mas temprano el razonamiento moral era de clase muy diferente.

La moral se había fundado, desde Aristóteles a nuestros días, en la metafísica, en una concepción del hombre, con su naturaleza y un fin que le es propio, al cual progresivamente se dirige por sus obras, que engendran las virtudes. Cuando en el siglo XVII la filosofía dominante negó la Revelación, derrocó la sabiduría filosófica pagana sobre el hombre. Se tuvo quizá la ilusión de mantener el ideal moral desligado de su fundamento metafísico. Pero esto es imposible: sin una base filosóficoreligiosa, como en Aristóteles y en la tradición cristiana, es imposible fundar la objetividad del orden moral.

Del creciente desorden subjetivista del sentimiento –sigue explicando MacIntyre–, se dieron cuenta algunos filósofos de la ilustración y más concretamente Kant, que trabajaron en «el proyecto de suministrar justificación racional por y para las normas», es decir, encontrar una justificación racional a la moralidad. Pero el «proyecto», desprovisto de su verdadero sostén, terminó, como no podía menos, por fracasar. Por eso, Nietzsche pudo arrasar los planteamientos de «esa moralidad»: estaban fundados sobre arena. Pero el error, para MacIntyre, se había cometido mucho antes, al abandonar a Aristóteles y la base metafísica de la moral, sin la cual se hace inevitable el subjetivismo del sentimiento, con la ausencia práctica de toda guía segura y certera. Conviene volver a Aristóteles, como genuino representante del pensamiento moral verdaderamente perenne, nacido en las sociedades heroicas de la antigüedad y culminado en la civilización cristiana6.

Alasdair MacIntyre se propone –no sin encontrar dificultad– acudir a un filósofo que, como Aristóteles, supo recoger con fidelidad el pasado de la humanidad, en modo original y profundo, abriéndose a la vez al futuro7. MacIntyre presupone que debe ser posible justificar racionalmente, de una forma u otra, unas normas morales impersonales y verdaderamente objetivas, aun cuando en algunas culturas y en determinadas etapas, la posibilidad de tal justificación racional no sea accesible. «Y esto es lo que el emotivismo niega. Lo que, en líneas generales, considero aplicable a nuestra cultura –que en la discusión moral la aparente aserción de principios funciona como una máscara que encubre expresiones de preferencia personal–, el emotivismo lo toma como caso universal. Además, lo hace en términos que no reclaman ninguna investigación histórica o sociológica de las culturas humanas. Pues una de las tesis centrales del emotivismo es que no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas, y [es otra conclusión a la que llega el emotivismo] que, en efecto, no hay tales normas» (p. 35). El emotivismo mantiene que pueden existir justificaciones racionales aparentes, pero que justificaciones realmente racionales no pueden existir, porque no hay ninguna.

Así, cada intento, pasado o presente, de proveer de justificación racional a una moral objetiva ha fracasado de hecho. Es un veredicto que afecta a toda la historia de la filosofía moral y como tal deja a un lado la distinción entre presente y pasado. Sin embargo, «el emotivismo no supo prever la diferencia que se establecería en la moral si él [el emotivismo] fuera no solamente cierto, sino además «ampliamente creído cierto». Stevenson, por ejemplo, entendió claramente que decir «desapruebo esto; desapruébalo tú también» no tiene la misma fuerza que decir «¡esto es malo!». Se dio cuenta de que lo último está impregnado de un prestigio que no impregna a lo primero. Pero no se dio cuenta de que ese prestigio deriva de que el uso de «¡esto es malo!» implica apelar a una norma impersonal y objetiva, mientras que «yo desapruebo esto; desapruébalo tú también» no lo hace» (pp. 35-36). Es decir, precisamente porque contemplaba el emotivismo como una teoría del significado. Es decir, cuanto más verdadero sea el emotivismo más seriamente dañado queda el lenguaje moral; y cuantos más motivos justificados haya para admitir el emotivismo, más habremos de suponer que debe abandonarse el uso del lenguaje moral heredado y tradicional. «A esta conclusión no llegó ningún emotivista; y queda claro que, como Stevenson, no llegaron porque erraron al construir su propia teoría como una teoría del significado. Éste es también el porqué de que el emotivismo no prevaleciera en la filosofía moral analítica. Los filósofos analíticos han definido la tarea central de la filosofía como la de descifrar el significado de las expresiones clave tanto del lenguaje científico como del lenguaje ordinario; y puesto que el emotivismo falla en tanto que teoría del significado de las expresiones morales, los filósofos analíticos rechazaron el emotivismo en líneas generales» (p. 36).

3. EL EMOTIVISMO NO SE SUPERA CON LA FILOSOFÍA ANALÍTICA

Pero el emotivismo –dirá el autor– no murió y es importante caer en la cuenta de cuán a menudo, en contextos filosóficos modernos muy diferentes, algo muy similar al emotivismo intenta reducir la moral a preferencias personales, como suele observarse en escritos de muchos que no se tienen a sí mismos por emotivistas. El poder filosófico no reconocido del emotivismo es indicio de su poder cultural. Dentro de la filosofía moral analítica, la resistencia al emotivismo ha brotado de la percepción de que el razonamiento moral existe, de que puede haber entre diversos juicios morales vinculaciones lógicas de una clase, que el emotivismo no pudo por sí mismo admitir («por lo tanto» y «si… entonces», no se usan como es obvio para expresar sentimientos).

La descripción más influyente del razonamiento moral que surgió en respuesta a la crítica emotivista estaba de acuerdo con ella en un punto: que un agente puede sólo justificar un juicio particular por referencia a alguna regla universal de la que puede ser lógicamente derivado, y puede sólo justificar esta regla derivándola a su vez de alguna regla o principio más general; pero, puesto que cada cadena de razonamiento debe ser finita, un proceso de razonamiento justificatorio siempre  debe acabar en la afirmación de una regla o principio de la que no puede darse más razón8.

Así, el punto terminal de la justificación siempre es, desde esta perspectiva, una elección que ya no puede justificarse, una elección no guiada por criterios. Cada individuo, implícita o explícitamente, tiene que adoptar sus primeros principios sobre la base de una tal elección. El recurso a un principio universal es, a la postre, expresión de las preferencias de una voluntad individual y para esa voluntad sus principios tienen y sólo pueden tener la autoridad que ella misma decide conferirles al adoptarlos. Con lo que, a fin de cuentas, no hemos aventajado en gran cosa a los emotivistas. «Yo mantengo que no tenemos ninguna razón para creer que la filosofía analítica pueda proveernos de escapatoria convincente alguna ante el emotivismo, (…) una vez que el emotivismo es entendido más como teoría del uso que del significado (…). La aparición del emotivismo en tal variedad de disfraces filosóficos sugiere que mi tesis debe definirse en efecto en términos de enfrentamiento con el emotivismo. Porque una manera de encuadrar mi afirmación de que la moral no es ya lo que fue, es la que consiste en decir que hoy la gente piensa, habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero, independientemente de cuál pueda ser su punto de vista teorético públicamente confesado. El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. Pero, como es natural, al decir esto no afirmo meramente que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue ha desaparecido en amplio grado; y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural. Por lo tanto, acometo dos tareas distintas, si bien relacionadas» (pp. 38-39).

Merece la pena reseñar también –como abundará MacIntyre en After virtue–9 que «el yo peculiarmente moderno», el «yo emotivista», cuando alcanzó la soberanía en su propio dominio, perdió los límites tradicionales que le habían proporcionado una identidad social y un proyecto de vida humana ordenado a un fin dado. No obstante, el «yo emotivista» tiene su propia clase de definición social. Se sitúa en un tipo determinado de orden social, del cual es parte integrante y que –como subraya el autor– se vive en la actualidad en los llamados países avanzados. Su definición, es parte de la  definición de esos personajes que incorporan y exhiben los papeles sociales dominantes. La bifurcación del mundo social contemporáneo, en un dominio organizativo en el que los fines se consideran como algo dado –y no susceptible de escrutinio racional–; y un dominio de lo personal, cuyos factores centrales son el juicio y el debate sobre los valores (pero donde no existe resolución racional social de los problemas), encuentra su «internalización» –su representación más profunda– en la relación del yo individual con los papeles y personajes de la vida social.

Esta bifurcación es en sí misma una clave importante de las características centrales de las sociedades modernas y la que puede facilitarnos evitar ser confundidos por sus debates políticos internos. Tales debates a menudo se representan en términos de una supuesta oposición entre individualismo (liberal) y colectivismo, apareciendo cada uno en una pluralidad de formas doctrinales. «Por un lado, se presentan los sedicentes protagonistas de la libertad individual; por otro, los sedicentes protagonistas de la planificación y la reglamentación, de cuyos beneficios disfrutamos a través de la organización burocrática. Lo crucial, en realidad, es el punto en que las dos partes contendientes están de acuerdo, a saber, que tenemos abiertos sólo dos modos alternativos de vida social, uno en el que son soberanas las opciones libres y arbitrarias de los individuos, y otro en el que la burocracia es soberana para limitar precisamente las opciones libres y arbitrarias de los individuos» (p. 54).

Por ese «acuerdo», precisamente, no es sorprendente que la política de las sociedades modernas oscile entre una libertad que no es sino el abandono de la reglamentación de la conducta individual y unas formas de control colectivo ideadas sólo para limitar la anarquía del interés egoísta. Las consecuencias de la victoria de una instancia sobre la otra tienen a menudo una gran importancia inmediata; sin embargo, ambos modos de vida son –a la postre– intolerables. La sociedad actual es tal, que en ella burocracia e individualismo son tanto asociados como antagonistas. Así, en este clima de individualismo burocrático, el «yo emotivista» tiene su espacio natural.

Queda claro el paralelismo que realiza MacIntyre entre el «yo emotivista» y «las teorías emotivistas» del juicio moral –sea stevensoniano, nietzscheano o sartriano–. En ambos casos nos enfrentamos a algo que sólo es inteligible como producto final de un proceso de cambio histórico; en ambos casos MacIntyre compara posturas teóricas cuyos protagonistas sostienen que lo que él considera características históricamente producidas de lo específicamente moderno, no son tales, sino características necesarias e intemporales de todo juicio moral y de todo yo personal. Si su argumentación es correcta, no somos lo que dicen Sartre y Goffman, precisamente porque somos los últimos herederos, por el momento, de un proceso de transformación histórica.

Esta transformación del yo y su relación con sus papeles, desde los modos tradicionales de existencia hasta las formas contemporáneas del emotivismo, no pudo haber ocurrido si no se hubieran transformado al mismo tiempo las formas del discurso moral, el lenguaje de la moral. Por supuesto, es erróneo separar la historia del yo y sus papeles de la historia del lenguaje en que el yo se define y a través del cual se expresan los papeles. Lo que descubrimos es una sola historia, no dos historias paralelas.

Una de las claves del pensamiento de MacIntyre parece ser el rechazo del individualismo epistemológico y la propuesta de renovación de un concepto de comunidad. Añadamos asimismo que, en efecto, la vida y tradición moral del hombre responde también a la necesidad humana de realizar el aprendizaje moral en el ethos enraizado y participado por una comunidad, como explicaba el entonces cardenal Ratzinger10, y también desarrolla MacIntyre en otro de sus libros11. Esto conllevaría relegar la filosofía analítica y fortalecer la dimensión narrativa: la razón humana es narrativa, es decir, está dentro de la historia, en una comunidad, orientada hacia una finalidad que proporciona criterios para evaluar los éxitos y los fracasos en la adquisición de las virtudes.

4. PROYECTO ILUSTRADO DE JUSTIFICACIÓN DE LA MORAL

A partir del cuadro sintomático compuesto por el desacuerdo moral (hoy en día generalizado), y la insuficiencia – fracaso– del emotivismo como remedio eficaz, descubre MacIntyre el mal radical en el «proyecto ilustrado» de justificación moral. Una tesis central de Tras la virtud es que la ruptura de ese proyecto proporcionó el trasfondo histórico sobre el cual llegan a ser inteligibles las dificultades de nuestra cultura. Para justificar esta tesis, parte MacIntyre de la propia historia de este proyecto y la de su ruptura; y la forma más esclarecedora de volver sobre esta historia es hacerlo en sentido retrospectivo, comenzando por el punto en que por vez primera la postura específicamente moderna aparece completamente caracterizada, si tal puede decirse12.

Así, se observa cómo lo distintivo de la postura moderna, es la misma en la que se plantea el debate moral como confrontación entre las premisas morales incompatibles e inconmensurables y los mandatos morales como expresión de una preferencia sin criterios entre esas premisas. Es decir, de un tipo de preferencia para la que no se puede dar justificación racional. Este elemento de arbitrariedad en nuestra cultura moral, fue presentado como un descubrimiento filosófico mucho antes de que se convirtiera en un lugar común del discurso cotidiano. «En efecto –escribe nuestro autor– ese descubrimiento fue presentado por primera vez, precisamente, con la intención de escandalizar a los participantes en el discurso moral cotidiano, en un libro que es a la vez el resultado y el epitafio de la Ilustración en su intento sistemático de descubrir una justificación racional de la moral. El libro es Enten-Eller de Kierkegaard, y si normalmente no lo leemos en los términos de tal perspectiva histórica es porque nuestra excesiva familiaridad con su tesis ha embotado nuestra percepción de su asombrosa novedad en el tiempo y en el lugar en que se escribió: la cultura nordeuropea de Copenhague en 1842» (p. 60). Se refiere MacIntyre a la discusión entre el yo escéptico y el yo cristiano que Pascal había intentado llevar a cabo en sus Pensées. Kierkegaard, al idear la seudología de Enten-Eller, parece pretender suplir la incapacidad del lector para tomar la última elección, incapaz él mismo de determinarse por una alternativa más que por otra: «A» propugna el modo de vida estético; «B»  propugna el modo de vida ético; Víctor Eremita edita y anota los papeles de ambos. La opción entre lo ético y lo estético no es elegir entre el bien y el mal, es la opción sobre si escoger o no en términos de bien y mal. En «el corazón del modo de vida estético», tal como Kierkegaard lo caracteriza, está el intento de ahogar el yo en la inmediatez de la experiencia presente. El paradigma de la expresión estética es el enamorado romántico que se sumerge en su propia pasión. Por contraste, el paradigma de lo ético es el matrimonio, un estado de compromiso y obligaciones de tipo duradero, donde el presente se vincula con el pasado y el futuro. Cada uno de los dos modos de vida se articula con conceptos diferentes, actitudes incompatibles, premisas rivales.

Supongamos –argumenta MacIntyre– que alguien se plantea la elección entre ellos sin haber, sin embargo, abrazado ninguno de ellos. No puede ofrecer ninguna razón para preferir uno al otro. Puesto que, si una razón determinada ofrece apoyo para el modo de vida ético (vivir en el cual servirá a las exigencias del deber, o vivir de modo que se aceptará la perfección moral como una meta, lo que por tanto dará cierto significado a las acciones de alguien), la persona que, sin embargo, no ha abrazado ni el ético ni el estético tiene aún que escoger entre considerar o no si esta razón está dotada de alguna fuerza. Si ya tiene fuerza para él, ya ha escogido el ético; lo que ex hypothesi no ha hecho. Y lo mismo sucede con las razones que apoyan el estético. El hombre que no ha escogido todavía, debe elegir las razones a las que quiera prestar fuerza. Tiene aún que escoger sus primeros principios y, precisamente porque son primeros principios, previos a cualesquiera otros en la cadena del razonamiento, no pueden aducirse más razones últimas para apoyarlos. De este modo, Kierkegaard se presenta como imparcial frente a cualquier posición. Él no es ni «A» ni «B». Y si suponemos que representa la postura de que no existen fundamentos para escoger entre ambas posiciones y de que la elección misma es la razón última, niega también esto porque él, que no era ni «A» ni «B», tampoco es Víctor Eremita. Sin embargo, al mismo tiempo es cada uno de ellos y quizá detectamos su presencia sobre todo en la creencia puesta en boca de «B» de que, quienquiera que se plantee la elección  entre lo estético y lo ético, de hecho quiere escoger lo ético; la energía, la pasión del querer seriamente lo mejor, por así decir, arrastra a la persona que opta por lo ético. «Creo que aquí Kierkegaard afirma –si es Kierkegaard quien lo afirma, escribe MacIntyre en After virtue– algo que es falso: lo estético puede ser escogido seriamente, si bien la carga de elegirlo puede ser una pasión tan dominante como la de quienes optan por lo ético. Pienso en especial en los jóvenes de la generación de mi padre que contemplaron como sus principios éticos primitivos morían según morían sus amigos en las trincheras durante los asesinatos masivos de Ypres y el Somme; y los que regresaron decidieron que nada iba a importarles nunca más, e inventaron la trivialidad estética de los años veinte» (p. 62).13

Desde la postura originada en la filosofía kantiana, en la que se presenta al sujeto como libertad absoluta; y pasando por el Enten-Eller de Kierkegaard, en el que se establece una infranqueable ruptura entre el estado estético y el estado ético, obligando al hombre a tomar una contundente opción, nos hemos quedado sin recursos –sin razones válidas– en y para el obrar. Las diversas especies de pragmatismo (utilitarismo, proporcionalismo, consecuencialismo,…) y de irracionalismo ético, la proliferación de tabúes, no es sino signo inequívoco de este hastío. Se acentúa y se subraya, hasta llegar a la absurda exageración, todo quiebro o desfase entre hombre (constitutivamente libertad) y naturaleza (índole de la necesidad), razón y voluntad, ética (racionalidad) y estética (sentimiento). La terapia adecuada entonces prescribe el retroceder, el trazar y recorrer, aunque sólo sea con la mente, el camino de la ciencia ética desde sus orígenes.

5. REPONER UNA ÉTICA DE VIRTUDES

La Ilustración nos llevó como a un punto muerto y MacIntyre considera que toda empresa investigadora ha de desarrollarse en el contexto de una tradición. MacIntyre analiza la virtud en las sociedades heroicas, donde predominaba la idea de un valor pre-filosófico o pre-moral, asociado a cualidades naturales del temperamento o carácter. Pasa a considerar luego el contexto histórico-político en el que sale a la luz la ciencia ética –la Atenas donde convivían Sócrates, Platón y los sofistas. Dedicará buena parte de su libro a destacar el pensamiento de  Aristóteles. Como es conocido, en la Ethica Nicomachea define la virtud como disposición a elegir, que consiste esencialmente en un medio determinado con respecto a nosotros por una regla, esto es, por la regla según la cual se determinaría un hombre sabio en las cuestiones prácticas14.

«LA ILÍADA»

En las sociedades heroicas, moral y estructura social son de hecho una y la misma cosa: la moral no existe como algo distinto; las cuestiones valorativas son cuestiones de hecho social. Por esta razón, explica MacIntyre, Homero habla siempre de «saber lo que hacer y cómo juzgarlo». Y añade: «Esas cuestiones no son difíciles de resolver, excepto en casos excepcionales. Porque en las reglas dadas que asignan a los hombres su lugar en el orden social y con él su identidad, queda prescrito lo que deben y lo que se les debe, y cómo han de ser tratados y contemplados si fallan, y cómo tratar y contemplar a los demás si los demás fallan» (p. 158). En efecto, sin tener ese lugar en el orden social, un hombre no sólo sería incapaz de recibir reconocimiento y respuesta de los demás; no sólo los demás no sabrían, sino que él mismo no sabría quién es. Ya en aquellas sociedades heroicas vemos que se ocupan del estatuto con el que asignan a los extraños que les llegaban de fuera (en griego, la palabra para «extranjero» y la palabra para «huésped» es la misma). Otro de los temas centrales de las sociedades heroicas es también que a ambos les aguarda por igual la muerte. La vida es frágil, los hombres son vulnerables y que esto sea así es la esencia de la condición humana. En las sociedades heroicas, la vida es la medida de valor (hasta pagar con la vida).

Ser valiente es ser alguien en quien se puede tener confianza. Por ello el valor es un ingrediente importante de la amistad. Quiénes son mis amigos y quiénes mis enemigos está tan claramente definido como quiénes son mis parientes. El otro ingrediente de la amistad es la fidelidad. El valor de mi amigo me asegura de que su fuerza me ayudará a mí y a mi estirpe; la fidelidad de mi amigo me asegura su voluntad. La fidelidad de mi estirpe es la garantía básica de su unidad. «Por ello la fidelidad es la virtud clave de las mujeres implicadas en relaciones de parentesco. Andrómaca y Héctor, Penélope y  Ulises son tan amigos (philos) como lo son Aquiles y Patroclo.

Espero que esta descripción deje claro que cualquier interpretación adecuada de las virtudes en las sociedades heroicas no es posible si se las separa de su contexto en la estructura social, del mismo modo que una descripción adecuada de la sociedad heroica no es posible si no se incluye una interpretación de las virtudes heroicas» (p. 158).

Además, hay fuerzas en el mundo que nadie puede controlar. La vida humana está invadida por pasiones que a veces parecen fuerzas impersonales, a veces dioses. La cólera de Aquiles desgarra tanto a Aquiles como a su relación con los demás griegos. Estas fuerzas, junto con las reglas de parentesco y amistad, constituyen los modelos de una naturaleza contra la cual no puede lucharse. Ninguna voluntad o astucia permitirá a nadie evadirlos. El destino es una realidad social, y descubrir el destino un papel social importante. No es casual que el profeta o el adivino florezcan por igual en la Grecia homérica, en la Islandia de las sagas y en la Irlanda pagana.

Aunque haga lo que debe hacer, el hombre continuamente camina hacia su destino y su muerte. Es la derrota y no la victoria la que al final permanece. «Entender esto es ello mismo una virtud; en realidad, entender esto es parte necesaria del valor. Pero ¿qué conlleva tal entendimiento? ¿Qué hemos entendido si hemos captado las conexiones entre valor, amistad, fidelidad, estirpe, destino y muerte? Seguramente, que la vida humana tiene una forma determinada, la forma de cierta clase de historia. No sólo los poemas y sagas narran lo que les ocurre a los hombres y las mujeres, sino que en su forma narrativa los poemas y sagas capturan una forma que estaba ya presente en las vidas que relatan» (p. 159).

En la sociedad heroica, el carácter y lo fortuito no pueden caracterizarse de forma independiente. Así, entender el valor en tanto que virtud no es sólo entender cómo puede mostrarse, sino también qué lugar puede tener en cierta clase de historia sancionada. Porque valor, en la sociedad heroica, no es sólo capacidad de arrostrar daños y peligros, sino la de encarar un tipo determinado, modélico, de daños y peligros, un modelo en que encuentran su lugar las vidas individuales y que tales vidas, a su vez, ejemplifican.

La épica y la saga retratan una sociedad que ya encarna la forma de la épica o la saga. Su poesía articula su forma en la vida individual y social. Pero decir esto –apuntará MacIntyre– es dejar todavía abierta la pregunta sobre si tales sociedades han existido; pero sugiere que si existieran tales sociedades, sólo podrían ser adecuadamente entendidas a través de su poesía. Sin embargo, la épica y la saga no son simples imágenes especulares de la sociedad que dicen retratar. Está muy claro que el poeta o el escritor de sagas pretende para sí mismo una clase de discernimiento que niega a los personajes sobre los que escribe. Como antes dije de la sociedad heroica en general – escribe MacIntyre–, los héroes de la Ilíada no tienen dificultad en saber lo que se deben entre sí; sienten aidós –en el sentido propio de vergüenza– cuando se enfrentan con la posibilidad de obrar mal y, si esto no es suficiente, nunca falta otra gente que ponga las cosas en su sitio.

«El honor lo confieren los iguales y sin honor un hombre no vale nada. En el vocabulario de que disponen los personajes de Homero no hay manera de que puedan contemplar desde fuera su propia sociedad y cultura. Las expresiones valorativas que emplean se definen mutuamente y cada una debe explicarse en términos de las demás. Permítaseme usar una analogía peligrosa, pero esclarecedora. Las reglas que gobiernan las acciones y los juicios valorativos en la Ilíada se parecen a las reglas y preceptos de un juego similar al ajedrez. (…) Alguien que diga esto y entienda lo que está diciendo ha debido emplear una noción de «bien» cuya definición es ajena al ajedrez, y alguien debería preguntarle, si lo que se propone es distraerse como un niño más que ganar. Una de las razones que hacen peligrosa esta analogía es que jugamos a juegos como el ajedrez con varios propósitos» (p. 160).

Son interesantes y prácticas para la construcción moral, las conclusiones que MacIntyre saca del estudio de la Ilíada, entre otras15: El yo de la era heroica carece precisamente de aquello que hemos visto que algunos filósofos morales modernos toman por característica esencial de la «yoidad» (identidad) humana: la capacidad de separarse de cualquier punto de vista, de dar un paso atrás como si se situara, opinara y jugara desde el  exterior. El ejercicio de las virtudes heroicas requiere una clase específica de ser humano y una clase específica de estructura social. Toda moral está siempre en cierto grado vinculada a lo socialmente singular y local, y las aspiraciones de la moral de la modernidad a una universalidad libre de toda particularidad son una ilusión.

La virtud –es otra de las conclusiones– no se puede poseer excepto como parte de una tradición, dentro de la cual la heredamos y la discernimos de una serie de predecesoras, en cuya serie las sociedades heroicas ocupan el primer lugar. Si esto es así, el contraste entre la libertad de elegir valores de que se enorgullece la modernidad y la ausencia de tal elección en las culturas heroicas, se contemplaría de modo diferente. La libertad de elegir valores, desde el punto de vista de la tradición enraizada en último término en las sociedades heroicas, se parecería a la libertad de los fantasmas, de aquellos cuya sustancia humana está a punto de desvanecerse, más que a la de los hombres.

Los personajes de la épica se nos presentan con una visión del mundo para la que reclaman la verdad. En fin, «la epistemología implícita del mundo heroico es un realismo consumado» (p. 164). Incluso la sociedad heroica es todavía una parte ineludible de todos nosotros, y estamos narrando una historia que particularmente es nuestra propia historia cuando revisamos la formación de nuestra cultura moral. Cualquier intento de escribir esta historia tropezará necesariamente con la afirmación de Marx de que la razón por la cual la poesía épica griega todavía tiene fuerza sobre nosotros y nos cautiva, deriva del hecho de que los griegos son a la civilizada modernidad como el niño al adulto.

6. CONCEPTO DE TRADICIÓN. LAS VIRTUDES SEGÚN ARISTÓTELES

MacIntyre se sirve de Aristóteles, en primer lugar, para elucidar un concepto de virtud de raíz aristotélica. Asimismo, esta investigación del concepto de virtud le lleva al concepto de tradición. Es en este momento cuando se vuelve a recurrir a Aristóteles, más exactamente: una tradición cuyo punto de partida lo sitúa en Aristóteles. Por tradición, MacIntyre no entiende un mero tradicionalismo, sino un presupuesto real para el progreso científico; progreso que sólo acontece en una comunidad de aprendizaje. «Para el concepto de tal tradición, es central que el pasado no sea nunca algo simplemente rechazable, sino más bien que el presente sea inteligible como comentario y respuesta al pasado, en la cual el pasado, si es necesario y posible, se corrija y trascienda, pero de tal modo que se deje abierto el presente para que sea a su vez corregido y trascendido por algún futuro punto de vista más adecuado» (p. 185).

Según MacIntyre, las posturas maduras de Aristóteles habrán de encontrarse en la Ética a Eudemo y no, como han creído casi todos los estudiosos, en la Ética a Nicómaco. «El debate sobre este contencioso continúa (Irwin, 1980), pero felizmente no necesito entrar en él. Porque la tradición dentro de la que coloco a Aristóteles, es la que hizo de la Ética a Nicómaco el texto canónico de la interpretación aristotélica de las virtudes. La Ética a Nicómaco (…) es el conjunto más brillante de apuntes jamás escrito; y precisamente porque son apuntes, con todas las desventajas de comprensión irregular, reiteraciones, referencias incompletas, de vez en cuando nos parece escuchar el tono de voz en que Aristóteles hablaba. Es magistral y es único; pero es también una voz que quiere ser más que meramente la del propio Aristóteles (…) ¿Quién es este «nosotros» en cuyo nombre escribe?» (p. 187).

La respuesta la apunta MacIntyre al señalar que Aristóteles no piensa que está inventando una interpretación de las virtudes, sino que está expresando la interpretación implícita en el pensamiento, lenguaje y acción de un ateniense educado. Busca ser la voz racional de los mejores ciudadanos de la mejor ciudad-estado; mantiene que la ciudad-estado es la única forma política en que las virtudes de la vida humana pueden ser auténtica y plenamente mostradas. De este modo, la teoría filosófica de las virtudes es aquella cuyo «tema» es que la teoría pre-filosófica ya está implícita y presupuesta en la óptima práctica contemporánea de las virtudes. «Esto no conlleva que la práctica, ni la teoría prefilosófica implícita en la práctica, sean normativas, ya que la filosofía tiene necesariamente un punto de partida sociológico, o, como hubiera dicho Aristóteles, político. Cada actividad, cada investigación, cada práctica apuntan a algo bueno; por «el bien» o «lo bueno» queremos decir aquello a lo que el ser humano característicamente tiende. Interesa observar que las argumentaciones iniciales de Aristóteles en la ética presumen que lo que G. E. Moore iba a llamar «falacia naturalista» no es una falacia en absoluto, y que los juicios sobre lo bueno –y lo justo, valeroso o excelente por otras vías– sean un tipo de sentencia factual. Los seres humanos, como los miembros de todas las demás especies, tienen una naturaleza específica; y esa naturaleza es tal que tiene ciertos propósitos y fines a través de los cuales tienden hacia un telos específico. El bien se define en términos de sus características específicas» (p. 187).

MacIntyre explicará el concepto de virtud en tres fases (Capítulos 14 y 15 de Tras la virtud) –damos un salto aquí en esta amplia reseña de su libro, para retomar más adelante de nuevo el hilo argumental de nuestro autor–. En un primer momento (1ª fase), en relación con el concepto de práctica, pues todas las virtudes se dan en el contexto de un tipo particular de práctica. Toda práctica conlleva bienes, sean éstos internos o externos a la práctica en cuestión. Los internos son aquellos que sólo se obtienen ejercitando tal práctica u otra muy similar y sólo pueden identificarse y reconocerse participando en la práctica en cuestión; los segundos, son contingentes en relación con la práctica a la que están unidos. MacIntyre los explica con el ejemplo de la práctica del ajedrez: alcanzar agudeza analítica e imaginación estratégica es un bien interno a esta práctica, mientras que obtener dinero y prestigio es un bien externo, ya que este bien se puede obtener con muy diversas prácticas.

A partir de esta primera consideración, el autor ofrece una definición de virtud, que reconoce parcial y provisional: «es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes» (p. 237). Siguiendo el ejemplo del juego del ajedrez, el virtuoso del ajedrez es aquel que ha adquirido aquellas cualidades que le permiten lograr aquellos bienes que son internos a la práctica del juego.

Dos dificultades ponen de manifiesto la insuficiencia y provisionalidad de esta primera aproximación. En primer lugar, la circunstancia innegable de que hay prácticas sumamente perversas; en tal caso, cabe preguntarse si serán también virtudes aquellas cualidades humanas adquiridas cuya posesión y ejercicio tienden a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas perversas. Esta dificultad obliga a reconocer que el concepto de virtud no se puede definir y explicar únicamente a partir de la noción de la práctica. Así, señala nuestro autor: «hay que decir algo más acerca del lugar que corresponde a las prácticas en un contexto moral más amplio» (p. 248). La segunda dificultad nace del hecho de que las prácticas pueden ser contradictorias entre sí y, de este modo, sumir al sujeto en un exceso de conflictos y arbitrariedad, de suerte que reaparecerían los conflictos típicos del yo moderno (emotivista). Estos conflictos, argumenta MacIntyre, sólo pueden evitarse suponiendo que exista «un telos que transcienda los bienes limitados de las prácticas y constituya el bien de la vida humana completa» (p. 251).

Nos introduce de este modo en una 2ª fase del desarrollo del concepto de virtud, que apunta a la descripción de un orden normativo de una vida humana única. En esta fase, aristotélicamente, MacIntyre supone que la vida humana como tal vida humana tiene un telos, un concepto de lo bueno para el ser humano. Aristóteles, piensa MacIntyre, enraíza su visión teleológica en una «biología metafísica» que resulta rechazable.

El problema es entonces cómo mantener el concepto de telos sin asumir al mismo tiempo todas las presuposiciones metafísicas que se encierran en esta noción. El autor cree encontrar una solución a esta dificultad en el concepto de narración16. La intención de A. Macintyre al introducir el concepto de «narración» parece clara: apunta a la recuperación de una noción unitaria del yo, pues sólo tal yo puede entenderse como soporte de las virtudes entendidas al modo aristotélico. Pero con esto se sitúa en contraposición directa con un pensamiento contemporáneo que cada vez ha problematizado más la noción de una identidad personal sustantiva, bien sea – como hacen algunas corrientes de la filosofía de la acción de orientación analítica– al pensar la acción como una secuencia de episodios individuales, bien sea –como hace el Sartre de los años treinta y cuarenta– al describir al yo como enteramente 22 distinto de cualquier papel social concreto que por tal o cual razón asuma, o bien sea –como hace E. Goffman– al entender que el yo no es más que un «clavo» del que cuelgan los vestidos del papel.

Frente a todos estos casos A. MacIntyre piensa al «yo» de un modo narrativo. Sin embargo, mientras que frente a aquellos filósofos analíticos que han construido teorías de la acción atomistas el concepto de narración es, por así decirlo, una estrategia epistemológica gracias a la cual es posible hacer inteligible la acción (al insertarla en una historia que pone de manifiesto las relaciones entre la acción, las intenciones del agente y los escenarios donde aquélla sucede y éste actúa), en los otros dos casos el concepto de narración es más que una mera estrategia explicativa, pues la superación del yo sartreano o goffmanesco exige que la vida misma, en su estructura ontológica, sea narrativa17.

La ética de Aristóteles, «expuesta como él la expone» – retomamos aquí el hilo que seguíamos en nuestra recensión–, presupone su biología metafísica (cf. supra). Aristóteles argumenta concluyentemente contra la identificación del bien con el dinero, con el honor o con el placer. Le da el nombre de eudaimonía, cuya traducción es a menudo difícil: bienaventuranza, felicidad, prosperidad. Es «el estado de estar bien y hacer bien estando bien, de un hombre bienquisto para sí mismo y en relación a lo divino (…) Pero si Aristóteles es el primero en dar este nombre al bien del hombre, la cuestión del contenido de la eudaimonía queda bastante abierta. Las virtudes son precisamente las cualidades cuya posesión hará al individuo capaz de alcanzar la eudaimonía y cuya falta frustrará su movimiento hacia ese telos» (p. 188).

Aristóteles no distingue «explícitamente» en sus escritos entre dos tipos diferentes de relación medios-fines. Los medios y el fin se pueden caracterizar por separado sin referencia a lo demás; y numerosos medios completamente diferentes pueden emplearse para lograr uno y el mismo fin. Pero el ejercicio de las virtudes no es medio en este sentido para el fin del bien del hombre. Lo que constituye el bien del hombre es la vida humana completa vivida al óptimo, y el ejercicio de las virtudes es parte necesaria y central de tal vida, no un mero ejercicio preparatorio para asegurársela. No podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin haber hecho ya referencia a las virtudes. Para Aristóteles, la sugerencia de que podrían existir algunos medios de lograr el fin del hombre sin el ejercicio de las virtudes, carece de sentido. El resultado inmediato del ejercicio de la virtud es una elección cuya consecuencia es la acción buena. «Es la rectitud del fin de la elección intencionada de lo que la virtud es causa», escribió Aristóteles en la Ética a Eudemo.18

No se sigue, pues, que en ausencia de la virtud relevante no pueda realizarse una acción buena. «Para entender por qué, consideremos la respuesta de Aristóteles a la pregunta: ¿cómo será alguien que carezca en alto grado de un entrenamiento adecuado en las virtudes de carácter? Esto dependería en parte de sus rasgos y talentos naturales; algunos individuos tienen una disposición natural heredada a hacer en ocasiones lo que una particular virtud requiere. Pero este feliz regalo de la fortuna no debe confundirse con la posesión de la virtud correspondiente; justamente a causa de no estar formados por un entrenamiento sistemático y de raíz, incluso esos individuos serán presa de sus propias emociones y deseos (…). Por una parte, se carecería de cualquier medio de poner orden en las propias emociones y deseos, para decidir racionalmente qué cultivar y alentar, qué inhibir y vencer; por otra parte y en ocasiones concretas, se podría carecer de las disposiciones que capacitan para poner a prueba al deseo de algo distinto de lo que es realmente el propio bien. Las virtudes son disposiciones no sólo para actuar de maneras particulares, sino para sentir de maneras particulares» (p. 189).

Actuar virtuosamente no es, como Kant pensaría más tarde, actuar contra la inclinación; es actuar desde una inclinación formada por el cultivo de las virtudes. La educación moral es una «éducation sentimentale». «El agente moral educado debe por supuesto saber lo que está haciendo cuando juzga o actúa virtuosamente. Por lo tanto hace lo virtuoso porque es virtuoso» –señala MacIntyre–. Este hecho distingue el ejercicio de las virtudes del ejercicio de ciertas cualidades que no son virtudes. «El agente auténticamente virtuoso actúa sobre la base de un juicio verdadero y racional» (p. 189). Una teoría aristotélica de las virtudes debe, por tanto, «presuponer la distinción crucial entre lo que tiene por bueno para sí cualquier individuo en particular en cualquier tiempo en particular y lo que es realmente bueno para él como hombre. Por la busca de la obtención de este bien más lejano, practicamos las virtudes y lo hacemos eligiendo acerca de los medios para lograr ese fin, que son medios en los dos sentidos antes descritos. Tales medios piden juicio y el ejercicio de las virtudes exige, por lo tanto, la capacidad de juzgar y hacer lo correcto, en el lugar correcto, en el momento correcto y de la forma correcta» (p. 190).

«El ejercicio de tal juicio no es una aplicación rutinaria de normas. He aquí quizá la omisión más obvia y asombrosa del pensamiento de Aristóteles para cualquier lector moderno: las normas apenas son mencionadas en algún que otro pasaje de la Ética. Además, Aristóteles mantiene que la parte de la moral que es obediencia a normas es obediencia a las leyes proclamadas por la ciudad-estado, siempre y cuando la ciudadestado las sancione como debe. Tales leyes prescriben y prohíben absolutamente ciertos tipos de acción y tales acciones están entre las que un hombre virtuoso podría realizar o no. Es parte crucial la opinión de Aristóteles que ciertos tipos de acción están prohibidos u ordenados absolutamente, sin considerar circunstancias ni consecuencias» (p. 190). Como hemos apuntado más arriba, la argumentación de Aristóteles es teleológica, no consecuencialista.

Además –añade MacIntyre–, «los ejemplos que da Aristóteles de lo absolutamente prohibido se parecen a preceptos de un sistema moral a primera vista completamente distinto, el de la ley mosaica. Lo que dice acerca de la ley es muy breve, aunque insista en que hay normas de justicia naturales y universales, además de las convencionales y locales. Parece como si quisiera decir que la justicia natural y universal prohíbe absolutamente ciertos tipos de actos, pero que los castigos que se imponen a quien los comete varían de ciudad en ciudad» (p. 190). 19

No obstante, –explica MacIntyre– parece interesante preguntar de modo más general cómo opiniones como las de Aristóteles acerca del lugar de las virtudes en la vida humana deberían exigir alguna referencia a las prohibiciones absolutas de la justicia natural. Y al hacer esta pregunta –añade el autor de Tras la virtud– es bueno recordar la insistencia de Aristóteles en que las virtudes encuentran su lugar, no en la vida del individuo, sino en la vida de la ciudad y que el individuo sólo es realmente inteligible como politikon zoon. La última puntualización sugiere que una manera de elucidar la relación entre las virtudes, por un lado, y por otro la moral de las leyes, es considerar qué implicaría, en cualquier época, fundar una comunidad para alcanzar un proyecto común y originar algún bien reconocido como bien compartido por todos cuantos se empeñan en el proyecto.

Ser positivamente malo no es lo mismo que ser defectivo en bondad o en obrar el bien. No obstante, las dos clases de fallo están íntimamente relacionadas. Ambas lesionan en cierto grado a la comunidad y alejan del éxito al proyecto común que se comparte. Un delito contra las leyes destruye las relaciones que hacen posible la común persecución del bien; el carácter defectivo, a la vez que es más susceptible de cometer delitos, incapacita para contribuir al logro del bien sin el cual la vida común de la comunidad no tiene objeto. Ambos son malos porque son privaciones del bien, pero privaciones de diferente entidad.

Cualquiera que pretenda sostener una concepción aristotélica de las virtudes debe oponerse a la división que se hace de ellas en ámbitos aislados –y también de los vicios–. Las virtudes y los vicios tienen que ver con nosotros qua seres humanos, no qua padres, consumidores o participes en la vida política. Por lo mismo, no acertar con las normas de la virtud es fracasar qua seres humanos. Aunque puedan variar según el contexto las acciones que determinadas virtudes –la valentía o la justicia por ejemplo– exigen de nosotros (el aspecto mas importante de la valentía en la vida familiar tal vez sea la paciencia –subraya MacIntyre–; en cambio, el mas necesario para combatir el fuego es la habilidad para afrontar un peligro que amenaza la vida), es preciso afirmar que en todas las áreas de la vida son precisas las mismas virtudes. Si un género determinado de acciones está prohibido por las normas morales, esta prohibido como tal, no en esta o aquella área. Qua agente del gobierno tengo que ser juzgado de acuerdo con las mismas normas de veracidad y justicia que qua amigo o miembro de una familia20.

De modo que una interpretación de las virtudes en tanto que parte esencial de la interpretación de la vida moral de una comunidad, nunca puede por sí misma quedar cerrada y completa. Aristóteles reconoce que su interpretación de las virtudes tiene que completarse con otra, por breve que sea, de los tipos de acción que están absolutamente prohibidos. «Hay otro vínculo clave entre las virtudes y la ley, porque el saber cómo aplicar la ley sólo es posible para quien posee la virtud de la justicia. Ser justo es dar a cada uno lo que merece; y los supuestos sociales para que florezca la virtud de la justicia en la comunidad son, por tanto, dobles: que haya criterios racionales de mérito y que exista acuerdo socialmente establecido sobre cuáles son esos criterios» (p. 192).

Pero, en parte porque las leyes son generales, siempre surgirán casos particulares en que no esté claro cómo aplicar la ley ni tampoco lo que la justicia exige. «En tales ocasiones tenemos que actuar kata ton orthon logon (de acuerdo con la recta razón, Ética a Nicómaco), frase traducida erróneamente por W. D. Ross por «de acuerdo con la regla correcta» (esta mala interpretación… refleja la gran preocupación por las normas, nada aristotélica, de los filósofos morales modernos).

Lo que Aristóteles parece querer decir aquí es que, juzgar kata ton orthon logon es, en realidad, juzgar sobre «más o menos», y Aristóteles intenta usar la noción de «un punto medio» entre el más y el menos para dar una caracterización general de las virtudes» (p. 194).

Por lo tanto, el juicio tiene un papel indispensable en la vida del hombre virtuoso, que ni tiene ni podría, tener, por ejemplo, en la vida del hombre meramente obediente a la ley o a las normas. Así, la virtud central es la phrónesis (que, como sophrosyne, es originariamente un término aristocrático de alabanza). Caracteriza a quien sabe lo que le es debido, y que tiene a orgullo el reclamar lo que se le debe. De modo más general, viene a significar alguien que sabe cómo ejercer el juicio en casos particulares. La phrónesis es una virtud intelectual; pero es la virtud intelectual sin la cual no puede ejercerse ninguna de las virtudes de carácter. La distinción de Aristóteles entre esas dos clases de virtud se realiza en principio contrastando las maneras en que se adquieren: las «intelectuales» por medio de la enseñanza y las de «carácter» por medio del ejercicio habitual. A su vez, la adquisición de esas virtudes intelectuales y morales resulta imprescindible para el progreso en el saber teórico y práctico.

Estas dos clases de educación moral están íntimamente relacionadas. Según Aristóteles, la excelencia de carácter y la inteligencia no pueden ser separadas. No es posible poseer de forma desarrollada ninguna de las virtudes de carácter sin poseer todas las demás. Pero es difícil suponer que quiera decir seriamente «todas» –comenta MacInyre–21, parece obvio que alguien puede ser auténticamente valiente sin ser socialmente ameno y, sin embargo, la amenidad se encuentra entre las virtudes según Aristóteles, pero eso es lo que dice (Ética a Nicómaco)22. «No obstante, es fácil de entender por qué Aristóteles

sostiene que las virtudes centrales están íntimamente relacionadas entre sí. El hombre justo no debe caer en el vicio de la pleonexía que es uno de los dos vicios que corresponden y se oponen a la virtud de la justicia. Pero para evitar la pleonexía, está claro que se debe poseer sophrosyne (…) »Esta interrelación de las virtudes explica por qué no nos suministran un número de criterios definidos con que juzgar la bondad de un individuo en particular, sino más bien una medida compleja. La aplicación de esa medida en una comunidad cuyo fin compartido es la realización del bien humano presupone por descontado un margen amplio de acuerdo en esa comunidad acerca de los bienes y de las virtudes, y este acuerdo hace posible la clase de vínculo entre los ciudadanos que, según Aristóteles, constituye una polis. Ese vínculo es el vínculo de la amistad, y la amistad es ella misma una virtud. El tipo de amistad que contempla Aristóteles es el que conlleva una idea común del bien y su persecución. Este compartir es esencial y primario para la constitución de cualquier forma de comunidad, se trate de una estirpe o de una ciudad» (p. 196).

De este modo pensamos a veces de las escuelas, hospitales u organizaciones filantrópicas; pero no tenemos ningún concepto de esa forma de comunidad interesada. «No es de maravillar que la amistad haya sido relegada a la vida privada y por ello debilitada en comparación con lo que alguna vez significó. La amistad, por supuesto, en opinión de Aristóteles, conlleva afecto. Pero ese afecto surge dentro de una relación definida en función de una idea común del bien y de su persecución. El afecto es secundario, que no es lo mismo que decir que no sea importante. Desde una perspectiva moderna, el afecto es a menudo el tema central; llamamos amigos a los que nos gustan, quizás a los que nos gustan mucho» (p. 197). «Amistad» ha llegado a ser en gran parte el nombre de un estado emocional, más que un tipo de relación política y social. E. M. Forster apuntó en una ocasión –escribe MacInyre– que si llegara a tener que elegir entre traicionar a su país y traicionar a un amigo, esperaba tener la valentía de traicionar a su país. Desde una perspectiva aristotélica, quien sea capaz de formular tal contraste no tiene país, no tiene polis; es ciudadano de ninguna parte y vive, donde sea, en un exilio interno. «En realidad, desde el punto de vista aristotélico, la sociedad política liberal moderna no puede parecer sino una colección de ciudadanos de ninguna parte que se han agrupado para su común protección. Poseen, como mucho, esa forma inferior de amistad que se funda en el mutuo beneficio (…) Han abandonado la unidad moral del aristotelismo, ya sea en sus formas antiguas o medievales» (pp. 197-198). Un portavoz de la opinión liberal moderna, podría replicar que el retrato aristotélico es como mucho una idealización y siempre tiende, podría decirse, a exagerar la coherencia y unidad moral23. Pero, como recuerda MacIntyre, «la creencia de Aristóteles en la unidad de las virtudes es una de las pocas partes de su filosofía moral que hereda directamente de Platón.

Como en Platón, es un aspecto de la hostilidad hacia el conflicto y la negación del mismo tanto dentro de la vida del hombre bueno individual como dentro de la buena ciudad. Ambos, Platón y Aristóteles, tratan el conflicto como un mal y Aristóteles lo trata como un mal eliminable» (p. 198).

La convicción de MacIntyre, junto a su crítica radical del liberalismo post-ilustrado, es que los problemas morales sólo se pueden plantear y resolver adecuadamente dentro de un sistema aristotélico. «Todas las virtudes están en armonía con cada una de las demás y la armonía del carácter individual se reproduce en la del Estado. La guerra civil es el peor de los males. Para Aristóteles, como para Platón, la vida buena para el hombre es en sí misma simple y unitaria, por integración de una jerarquía de bienes» (p. 198). Se sigue que el conflicto es simplemente el resultado de las imperfecciones de carácter en los individuos o de arreglos políticos poco inteligentes. Lo anterior tiene consecuencias no sólo para la política de Aristóteles, sino también para su poética e incluso para su teoría del conocimiento. En las tres, el agón ha sido desplazado de su centralidad homérica. Además, saca otra consecuencia: «la dialéctica ya no es el camino hacia la verdad, sino en su mayor parte sólo un procedimiento subordinado y semiformal de la investigación. Sócrates argumentaba dialécticamente con individuos particulares, y Platón escribió diálogos; Aristóteles, en cambio, da exposiciones y tratados» (p. 199).

El punto de vista aristotélico sobre la teología ofrece gran interés. La divinidad impersonal e inmutable de la que habla Aristóteles, cuya contemplación metafísica procura al hombre su especifico y último telos, no puede interesarse en lo meramente humano y aún menos en lo dilemático; no es otra cosa que pensamiento que se piensa continuamente a sí mismo y sólo consciente de sí mismo. Puesto que tal contemplación es el último telos humano, el ingrediente esencial y final que completa la vida del hombre que es eudaimon, existe cierta tensión entre la visión de Aristóteles del hombre como esencialmente político y su visión del hombre como esencialmente metafísico. Para llegar a ser eudaimon son necesarios requisitos materiales y sociales.24

¿Cuál es el lugar de la libertad dentro de esta estructura metafísica y social? «Es crucial en la estructura de la extensa argumentación de Aristóteles el que las virtudes no estén al alcance de los esclavos o de los bárbaros, ni tampoco el bien del hombre. ¿Qué es un bárbaro? No sólo un no griego (cuyo lenguaje suena en los oídos helénicos como «ba, ba, ba»), sino alguien que carece de polis, en opinión de Aristóteles, y muestra por ello que es incapaz de relaciones políticas. ¿Qué son relaciones políticas? Las relaciones de los hombres libres entre sí, que es la relación entre aquellos miembros de una comunidad que legislan y se autolegislan. El yo libre es simultáneamente súbdito político y soberano político. Estar incluido en relaciones políticas conlleva la libertad de cualquier posición que sea mera sujeción. La libertad es requisito para el ejercicio de las virtudes y para el logro del bien. No necesitamos discutir esta parte de la conclusión de Aristóteles» (p. 200). Los individuos, en tanto que miembros de una especie, tienen un telos, continúa explicando MacIntyre, pero no hay historia de la polis, de Grecia o de la humanidad que camine hacia un telos. En realidad, la historia es menos filosófica que poética, puesto que aspira a habérselas con los individuos reales, mientras que la poesía, según Aristóteles, por lo menos se encarga de tipos. Aristóteles era muy consciente de que la clase de conocimiento que tomaba por auténticamente científico, por ser una episteme –conocimiento de naturalezas esenciales captado por medio de verdades universales y necesarias, lógicamente derivables de ciertos primeros principios–, no tenía nada que ver con los asuntos humanos.25

Aristóteles «no entendió la transitoriedad de la polis, porque poco o nada entendió de la historicidad en general. Así no era posible que se plantease una determinada categoría de cuestiones, incluyendo las que conciernen a las maneras en que los hombres podrían pasar de ser esclavos o bárbaros a ser ciudadanos de una polis. En opinión de Aristóteles, algunos hombres son esclavos «por naturaleza». Sin embargo, es cierto que estas limitaciones de la interpretación aristotélica de las virtudes no menoscaban necesariamente su esquema general de comprensión del lugar de las virtudes en la vida humana» (p. 201).

Dos de ellas merecen un énfasis especial en cualquier interpretación de las virtudes. La primera concierne al lugar del gozo en la vida humana (Aristóteles comprende bien el papel del gozo en la vida humana): el gozo que identifica Aristóteles es el que típicamente acompaña al logro de la excelencia en una actividad. En este sentido, explica MacIntyre, «hubo un período del siglo XVIII, en que fue un hecho común hacer constar (…) que las virtudes no eran más que aquellas cualidades que generalmente encontramos placenteras o útiles. (…) Lo que encontramos por lo general placentero o útil dependerá generalmente de qué virtudes se posean y cultiven en nuestra comunidad. De ahí que las virtudes no puedan definirse o identificarse en términos de lo placentero o lo útil. A esto puede replicarse que seguramente existen cualidades que son útiles y placenteras para los seres humanos qua miembros de una especie biológica concreta en su medio ambiente particular. La medida de utilidad o placer la sienta el hombre qua animal, el hombre previo a cualquier cultura. Pero el hombre sin cultura es un mito. Ciertamente nuestra naturaleza biológica pone límites a toda posibilidad cultural; pero el hombre que no tiene más que naturaleza biológica es una criatura de la que nada sabemos. Sólo el hombre con inteligencia práctica (y ésta, como vimos, es inteligencia informada por las virtudes) es el que encontramos vigente en la historia. Y sobre la naturaleza del razonamiento práctico, Aristóteles proporciona otra discusión que es de relevancia crucial para el carácter de las virtudes» (pp. 202-203).

Se trata del segundo punto que merece énfasis especial en cualquier interpretación de las virtudes (la descripción del razonamiento práctico): «la descripción aristotélica del razonamiento práctico seguramente es correcta en lo esencial» (p. 203). Tiene –subraya MacIntyre– unos «rasgos clave»:

a) El silogismo práctico (su conclusión es una clase concreta de acción). La descripción del silogismo práctico de Aristóteles puede servir para declarar las condiciones necesarias de la acción humana inteligible y hacerlo de modo tal que valga reconocidamente para cualquier cultura humana. El razonamiento práctico tiene, según Aristóteles, cuatro elementos esenciales. Ante todo –explica MacIntyre–, están «los deseos y metas del agente», que son el contexto necesario para el razonamiento práctico. El segundo elemento es la premisa mayor (un caso general); el tercer elemento es la premisa menor (por medio de la cual el agente, apoyado en un juicio perceptual, afirma que este es un ejemplo u ocasión de la clase requerida, es decir, el actual es un caso que se inscribe en la premisa mayor; el cuarto es la conclusión (la acción)26. «Esta descripción nos retrotrae a la cuestión de la relación entre la inteligencia práctica y las virtudes. Porque los juicios que proporciona el razonamiento práctico del agente incluirán juicios sobre lo que es bueno hacer y ser para alguien como él; y la capacidad del agente para guiarse y obrar bajo tales juicios dependerá de qué virtudes y vicios intelectuales y morales compongan su carácter. La naturaleza precisa de esta conexión sólo podría elucidarse por medio de una descripción más completa del razonamiento práctico que la que nos da Aristóteles» (p. 204).27

b) La relación entre inteligencia práctica y las virtudes (las pasiones son educables) «la razón no puede ser esclava de las pasiones. La educación de las pasiones en conformidad con la persecución de lo que la razón teorética identifica como telos y el razonamiento práctico como la acción correcta que realizar en cada lugar y tiempo determinado, es el terreno de actividad de la ética» (p. 204)28. Analiza MacIntyre los inconvenientes que pueden aducirse a la interpretación aristotélica de las virtudes.

Concretamente:

1º) La manera en que la teleología de Aristóteles presupone su biología metafísica. Si rechazamos esta biología (como debemos), ¿hay manera de que esa teleología pueda preservarse? La habría, siempre que cualquier interpretación teleológica nos provea de alguna descripción clara y defendible del telos (cualquier descripción aristotélica adecuada, por lo general, debe aportar una consideración teleológica que reemplace a la biología metafísica)29.

2º) La relación de la ética con la estructura de la polis. ¿Cómo formular que el aristotelismo tenga presencia moral en un mundo donde ya no hay ciudades-estado? ¿es posible ser aristotélico y contemplar sin embargo la ciudad-estado desde la perspectiva histórica para la cual es sólo una forma más, aunque muy importante, dentro de una serie de formas sociales y políticas a través y por medio de las cuales se define el yo capaz de ejemplificar las virtudes, y donde éste puede educarse y hallar campo para su actuación?

3º) En tercer lugar están las preguntas planteadas por el hecho de haber heredado Aristóteles la creencia de Platón en «la unidad y armonía del espíritu individual y de la ciudadestado, así como la consideración consiguiente de Aristóteles del conflicto como cosa a evitar y controlar» (p. 205). MacIntyre concluye que «podemos aprender cuáles son nuestros fines y propósitos a través del conflicto y algunas veces sólo a través del conflicto» (p. 206).

Hemos visto, por tanto, de qué manera se detiene MacIntyre en la elaboración aristotélica de la moral que es, probablemente, como dice, al menos en el plano teórico, el más venturoso y feliz encuentro de la razón con el obrar que la «incorpora». En el Capítulo 13 de Tras la virtud analizó las «apariencias y circunstancias medievales» que enriquecen con sus matices cristianos el sustrato moral básicamente aristotélico, y más adelante –como también ha quedado apuntado ya– retorna al estado actual de la cuestión.

7. OTRAS CONCLUSIONES

Como en santo Tomás de Aquino, la ética de Aristóteles no es una ética del deber ni una ética legalista, sino una ética del bien y de la virtud: el bien es lo que perfecciona al hombre, y la virtud lo que le facilita conocer y obrar el bien. La objetividad del bien resulta, entonces, obvia: es lo que perfecciona efectivamente al hombre. Sólo son buenas y virtuosas las obras que efectivamente encaminan al hombre hacia su fin o bien propio. La virtud se adquiere obrando el bien y enseña a conocerlo: la vida es un camino hacia el propio fin o bien, que se encarna en la virtud. La acción del hombre sólo se entiende como parte de una historia personal, de la cual cada uno es protagonista.

Ya apuntamos de qué manera MacIntyre salía al paso de alguna objeción que cabría hacerle al tratar de ofrecer un concepto de virtud, en el sentido de que no se puede definir y explicar únicamente a partir de la noción de la práctica. Así nos lo dice él mismo: «En parte he definido las virtudes por el lugar que les corresponde en las prácticas. Pero seguramente, podría apuntarse, algunas prácticas –esto es, algunas actividades coherentemente humanas que responden a la descripción de lo que he llamado práctica– son malas. Pero, ¿cómo puede ser virtud una disposición, si es de la clase de disposición que mantiene una práctica, cuando el resultado de esa práctica sea un mal? Mi respuesta a esta objeción se divide en dos partes» (p. 247).

«En primer lugar, concedo que «puede» haber prácticas, en el sentido en que entiendo el concepto, que «son» simplemente malas (…) porque está claro que muchos tipos de práctica en ocasiones pueden ser productores de mal. (…) Pero, ¿qué resulta de esto? Mi postura, ciertamente, no conlleva que debamos excusar o condonar tales males ni que todo lo que resulta de una virtud sea correcto. Tengo por cierto que a veces el valor es el soporte de la injusticia, que la fidelidad puede respaldar a un agresor criminal y que la generosidad perjudica en ocasiones la capacidad de hacer el bien. Pero negar esto sería chocar con los hechos empíricos invocados para criticar la opinión de Tomás de Aquino acerca de la unidad de las virtudes. Continúa: »Que las virtudes en principio necesitan ser definidas y explicadas por referencia a la noción de práctica, en modo alguno nos obliga a aprobar todas las prácticas en todas las circunstancias. Que las virtudes, como la misma objeción presupone, no «se» definan en términos de prácticas buenas y correctas, sino de prácticas, no conlleva ni implica que las prácticas, tal como realmente se llevan a cabo en tiempos y lugares concretos, no tengan necesidad de crítica moral (…). »En primer lugar, no hay inconsistencia alguna en apelar a las exigencias de una virtud para criticar una práctica. La justicia puede definirse en principio como la disposición que es necesaria, en su modo particular, para mantener las prácticas; de esto no resulta que, por el hecho de seguir las exigencias de una práctica, no hayan de ser condenadas las violaciones de la justicia. (…) Una moral de las virtudes requiere como contrapartida un concepto de ley moral. Sus requerimientos también deben ser satisfechos por las prácticas. Pero, se podría preguntar, ¿no implica todo esto la necesidad de decir algo más acerca del lugar que corresponde a las prácticas en un contexto moral más amplio? Ya he subrayado que el alcance de cualquier virtud para la vida humana va más allá de las prácticas que en principio la definen. ¿Cuál es entonces el lugar de las virtudes en el terreno más amplio de la vida humana?» (p. 248).

«Una descripción de las virtudes en términos de prácticas no podría ser sino elemental y parcial. ¿Cómo procede, pues, complementarla? Hasta el momento la diferencia más notable entre mi interpretación y la que podría llamarse aristotélica es que, aun no habiendo restringido en modo alguno el ejercicio de las virtudes al contexto de las prácticas, he precisado el significado y la función de aquéllas a partir de éstas. En cambio, Aristóteles precisa ese significado y esa función usando la noción de una vida humana completa a la que pudiéramos llamar buena. Parece entonces que la pregunta ¿de qué carecería un ser humano que careciera de virtudes? debe recibir una respuesta que abarque más de lo que hasta ahora se ha dicho. Tal individuo no fracasaría meramente en muchos aspectos concretos, por lo que se refiere a la excelencia que puede alcanzarse por medio de la participación en prácticas y a la relación humana que mantener tal excelencia exige. Su propia vida, vista en conjunto, quizá fuera imperfecta. No sería la clase de vida que alguien describirla si tratara de responder a la pregunta ¿cuál es el mejor tipo de vida que un hombre o mujer de esta clase puede vivir? Y no se puede responder a esta pregunta sin que surja, entre otras, la de Aristóteles: ¿cuál es la vida buena para el hombre?» (p. 249).

Tres razones ofrece A. MacIntyre por las cuales la vida humana, si estuviera informada sólo por el concepto de virtud hasta aquí esbozado, sería imperfecta:

1) Estaría invadida por un «exceso» de conflictos y de arbitrariedad. El mérito de la interpretación de las virtudes en términos de multiplicidad de bienes es que admite la posibilidad del conflicto trágico, mientras que la de Aristóteles no. Pero puede motivar también, incluso en la vida de un ser virtuoso y disciplinado, demasiadas ocasiones en que se plantee un conflicto de lealtades.

Si la vida de las virtudes está continuamente puntuada de elecciones en que la conservación de una lealtad implique la renuncia aparentemente arbitraria a otra, puede parecer que los bienes internos a las prácticas no derivan de su autoridad, al fin y al cabo, sino de nuestra elección individual; porque cuando bienes diferentes nos obligan en direcciones diferentes e incompatibles, yo tengo que elegir entre pretensiones rivales. «El yo moderno, con su falta de criterio para elegir», reaparece aparentemente en un contexto ajeno, el de un mundo que pretendía ser aristotélico. Esta acusación podría rebatirse, en parte, volviendo a la pregunta de por qué tanto bienes como virtudes tienen autoridad sobre nuestras vidas y repitiendo lo que se ha dicho antes. Pero esta réplica sólo sería concluyente en parte; la noción distintivamente moderna de elección reaparecería, aunque fuera con alcance más limitado del que normalmente pretende.30

2) Sin un concepto dominante de telos de la vida humana completa, concebida como unidad, nuestra concepción de ciertas virtudes individuales es parcial e incompleta. MacIntyre nos ofrece dos ejemplos ilustrativos: La justicia, según Aristóteles, se define por dar a cada persona lo que le es debido o merece. Merecer el bien es haber contribuido de alguna forma substancial al logro de aquellos bienes, la participación en los cuales y la común búsqueda de los cuales proporcionan los fundamentos a la comunidad humana. Pero los bienes internos a las prácticas, incluyendo los bienes internos a la práctica de promover y mantener formas de comunidad, necesitan jerarquizarse y valorarse de alguna manera si vamos a juzgar sus méritos relativos. Así, cualquier aplicación substantiva del concepto aristotélico de justicia requiere un entendimiento de los bienes, comprendido el que va más allá de la multiplicidad de los bienes que informan las prácticas. Y lo que pasa con la justicia, pasa con la paciencia. La paciencia es la virtud de esperar atentamente y sin quejas, lo que no significa que se deba esperar de este modo por cualquier cosa. Para tratar la paciencia como virtud hay que responder adecuadamente a la pregunta ¿esperar por qué? Dentro del contexto de las prácticas puede darse una respuesta parcial, aunque adecuada para bastantes propósitos: la paciencia de un artesano con un material difícil, o la de un profesor con un alumno lento, o la de un político en las negociaciones, son variedades de la paciencia. «Pero, ¿y si el material es demasiado difícil, el alumno demasiado lento, las negociaciones demasiado frustrantes? ¿Debemos agotar siempre un cierto límite en interés de la práctica misma? Los glosadores medievales de la virtud de la paciencia pretendían que hay ciertos tipos de situación en que la virtud de la paciencia exige que yo siga con determinada persona o tarea, situaciones en que, como ellos hubieran dicho, se me exige incorporar a mi actitud hacia esta persona o tarea algo parecido a la paciente actitud de Dios para con su creación. Pero esto sólo es posible si la paciencia sirve a algún bien dominante, a algún telos que justifique el postergar otros bienes a lugar subordinado» (p. 251). Así, resulta que el contenido de la virtud de la paciencia depende de cómo ordenemos jerárquicamente los variados bienes y, a fortiori, de si somos capaces de ordenar racionalmente esos bienes en primer lugar.31 «He apuntado que salvo cuando exista un telos que trascienda los bienes limitados de las prácticas y constituya el bien de la vida humana completa, el bien de la vida humana concebido como una unidad, ocurre que cierta arbitrariedad subversiva invade la vida moral y no somos capaces de especificar adecuadamente el contexto de ciertas virtudes» (p. 251).

3) Las dos consideraciones anteriores se subrayan con una tercera: «existe al menos una virtud reconocida por la tradición que no puede especificarse si no es por referencia a la totalidad de la vida humana. Es la virtud de la integridad. «La pureza de corazón –dijo Kierkegaard– es querer una sola cosa». Esta noción de único propósito de toda una vida no puede tener aplicación si esa vida entera no la tiene» (p. 251).

Por tanto, concluye MacIntyre, «Es evidente que ni mi descripción preliminar de las virtudes en función de las prácticas, aunque bastante amplia, dista de abarcar todo lo que la tradición aristotélica enseñó acerca de las virtudes. También está claro que para dar una descripción que sea a la vez más adecuada a la tradición y más defendible racionalmente, hay que plantear una pregunta que la tradición aristotélica consideraba presupuesta a tal punto en el mundo premoderno, que nunca fue necesario formularla expuesta y concretamente. Esta pregunta es: ¿es racionalmente justificable el concebir a cada vida humana como una unidad, es decir, que tenga sentido definirla como provista de su bien propio y, por lo tanto, podamos entender las virtudes como si su función consistiera en permitir que el individuo realice por medio de su vida un tipo de unidad con preferencia a otro?» (p. 251).

En efecto, ninguna virtud moral puede ser perfecta mientras no se den también todas las demás. Las virtudes no son perfecciones aisladas unas de otras, sino que forman un organismo vivo, y en último término una vida indivisible. Pero no parece muy claro que MacIntyre afirme esto en After virtue. Aun cuando hablemos de distintas virtudes individuales, estas son solamente aspectos distintos de una unidad compleja. Pues las virtudes no son sencillamente las perfecciones propias de las distintas potencias, sino que siempre son también virtudes de una persona humana: una estructura compleja, pero dotada de unidad interna. Igualmente, el transcurso de una vida en su dimensión histórica, como biografía de una persona, también forma una unidad. Tal es la doctrina clásica de la «concatenación de las virtudes». MacIntyre parece prescindir de la antropología de la virtud. También como ya apuntamos anteriormente, quizá le falte una teoría de la razón práctica, que no se encuentra hasta su libro de 1988 Whose Justice? Which Rationality? (cf. notas 27, 28 y 38).

Parte de la incomprensión moderna sobre las virtudes se debe al hecho de que la facilidad que confieren para adquirir los bienes interiores y propiamente humanos, impone a veces renuncia o dificulta la adquisición de bienes externos. Una sociedad de consumo resulta poco sensible a la virtud, tiende a ser utilitarista y subjetivista. Sin embargo, concluye el autor, hay motivos para continuar siendo optimistas: la tradición ética de las virtudes ha superado ya otras crisis, y no hay motivo para pensar que no logrará superar también ésta32.

Cabría clasificar de dos modos las tesis filosóficas propuestas en Tras la virtud: el de ética semántica y el de ética sociológica33. Y ambos se unen y descansan en el aserto fundamental según el cual los conceptos morales cambian simultáneamente con la vida social. No es que lo segundo sea estrictamente causa para que se efectúen cambios correspondientes en lo primero: podría interpretarse como si la moral fuera una cosa y la vida social otra; o que existiese sólo una relación causal contingente entre ambas. Pero tiene un alcance mucho más hondo porque MacIntyre afirma que los conceptos morales se encarnan en y son, en particular, las formas constitutivas de la vida social.

Una ética semántica (o semántica de la ética) –escribe Alejo Sison– ejerce una función complementaria actualmente necesaria, dada la reinante confusión; pero por sí sola es insuficiente para explicar cabalmente la acción humana. Y, en lo que respecta al nombre de ética sociológica, ofrece ciertos indicios de haber asimilado la moral a una ciencia social indiscriminada. Recalca infatigablemente la importancia para la virtud del rol, papel o función que el individuo desempeña, y el condicionamiento o determinación social que recibe tal rol. Sólo se es virtuoso por referencia a una escala de valores institucional –históricamente flexibles tanto la jerarquía como los mismos valores– (entiéndase por «institución» el clan, el ciudad-estado griego, la sociedad victoriana, etc.). Aquí incide su insistencia por recuperar y rehabilitar el concepto de tradición, en contra de los esfuerzos ilustrados por conseguir la autonomía absoluta en la moral. La tradición social e histórica es una suerte de matriz originaria de valores o virtudes34.

Sin embargo, es muy valiosa la descripción que realiza nuestro profesor de Notre Dame de la dimensión social del obrar virtuoso, aunque ciertamente no se encuentra ahí la excelencia privativa de la virtud. La dimensión social es muy importante, pero sólo secundaria al valor interno que encierra y acoge la virtud. Coincidimos con la apreciación de Sison acerca de las dos éticas que le parece observar en After virtue, aunque por otra parte ya hemos visto que MacIntyre va más lejos (los conceptos morales se encarnan en y son). Encontramos sin embargo otra explicación –aunque también parcial– a tenor de lo que leemos en su libro, por ejemplo: la especialización de la ética ha permitido que ciertos grupos de personas se interesen por la ética médica, otros por la ética empresarial, otros por la ética militar, etc. Ello refleja de modo preciso la división de ámbitos; la ética es entendida como una disciplina estrechamente vinculada a este o aquel rol social, es decir, como un saber adecuado a las más variadas situaciones. Aunque ciertamente puede dar el falso resultado de creer que hay una ética para cada cosa: en consecuencia, se perdería de vista que el interés de la ética es el ser humano qua ser humano, la persona como tal, en su integridad, con lo cual se fortalecen los hábitos mentales, que son a la vez causa y consecuencia de la división señalada. La cuestión, quizá, en referencia a la ética política, es que efectivamente no puede ser una mera ética de virtudes; tiene que ser también ética de instituciones. En este sentido, en efecto, MacIntyre no termina de percibir que la filosofía política moderna no es la causa de los conflictos de la Modernidad, sino el intento de solucionarlos35. Alasdair MacIntyre termina el libro (Epílogo a la segunda edición inglesa) con una evaluación de su propia obra, en diálogo con sus críticos, que compila en tres apartados que también reseñamos a continuación36:

LA RELACIÓN DE LA FILOSOFÍA CON LA HISTORIA. Después de hacerse eco a las objeciones que suscitó la primera edición de After virtue, señala que su situación con respecto a por qué una teoría es superior a otra «no difiere de nuestra situación con respecto a las teorías científicas o a las morales y filosofías morales; y añade a continuación:

«En ningún caso hemos de aspirar a la teoría perfecta, válida para cualquier ser racional, invulnerable o casi invulnerable a las objeciones, sino más bien a la mejor teoría que haya surgido en la historia de esta clase de teorías. Por lo tanto, debemos aspirar a proporcionar la mejor teoría de ese tipo hasta el momento; ni más ni menos. De ahí que este tipo de historia filosófica nunca pueda darse por cerrado. Siempre debe quedar abierta la posibilidad de que en cualquier campo concreto, sea de las ciencias naturales, de la moral y la filosofía moral, o de la teoría de teorías, aparezca una rival a la establecida y la desplace. Por tanto, este tipo de historicismo, al contrario que el de Hegel, conlleva una forma de falibilidad; es un historicismo que excluye cualquier pretensión de conocimiento absoluto» (p. 330). Recuerda MacIntyre que, si algún esquema moral concreto ha trascendido con éxito los limites de los que le precedieron y al hacerlo nos ha provisto de los mejores medios disponibles para comprender a esos predecesores, «superando por tanto los numerosos y sucesivos retos de los puntos de vista rivales, y siendo en todos los casos capaz de modificarse como conviniera al objeto de asimilar los puntos fuertes mientras ponía de manifiesto sus debilidades y limitaciones, al tiempo que daba la mejor explicación hasta la fecha sobre esas debilidades y limitaciones, entonces tenemos las mejores razones para confiar en que se enfrentará también con éxito a los retos futuros que encuentre, ya que los principios que definen el núcleo de ese esquema moral son principios duraderos. Y éste es el mérito que atribuyo al esquema moral fundamental de Aristóteles en Tras la virtud» (p. 330-331).

Asimismo, nos parece de interés otra apreciación: «Pretendía también afirmar que los fundamentos para entender esos fracasos sólo podían provenir de los recursos de que dispone la tradición aristotélica de las virtudes que, tal precisamente como lo he descrito, emerge de sus enfrentamientos históricos como la mejor teoría hasta la fecha. Pero nótese que no afirmé en Tras la virtud que sostuviera esta pretensión, ni ahora lo pretendo» (p. 331).

LAS VIRTUDES Y EL TEMA DEL RELATIVISMO. «Mi interpretación de las virtudes procede por tres etapas: en primer lugar, por lo que atañe a las virtudes en tanto que cualidades necesarias para lograr los bienes internos a una práctica; segundo, por cuanto las considero como cualidades que contribuyen al bien de una vida completa; y tercero, en su relación con la búsqueda del bien humano, cuyo concepto sólo puede elaborarse y poseerse dentro de una tradición social vigente. ¿Por qué empezar por las prácticas?» (p. 333)

Otros filósofos morales, al fin y al cabo, han comenzado por la consideración de las pasiones o de los deseos, o por la elucidación de algún concepto de deber o bondad. En cualquier caso, –señala MacIntyre– la discusión fácilmente se rige por cualquier versión de la distinción medios-fines, de acuerdo con la cual todas las actividades humanas son dirigidas como medios hacia fines ya dados o decididos o simplemente valiosos en sí mismos o ambas cosas. Lo que esa estructura descuida es «el gradualismo de aquellas actividades humanas cuyos fines han de descubrirse y redescubriese permanentemente, junto con los medios para buscarlos. (…) Por tanto, la importancia de comenzar por las prácticas en toda consideración de las virtudes es que el ejercicio de las virtudes no sólo es valioso en sí mismo –resulta que no se puede ser valiente, justo o lo que sea sin cultivar esas virtudes por sí mismas–, sino que tiene más sentido y propósito, y en realidad al captar ese sentido y propósito llegamos a valorar en principio las virtudes» (p. 334). Destaquemos otra afirmación que también nos parece de interés: «Hay cualidades de las que puede argumentarse plausiblemente que satisfacen las condiciones de la noción de práctica, pero que no son virtudes, cualidades que pasan las pruebas de la primera fase, pero que fallan en la segunda o la tercera» (p. 336).

LA RELACIÓN ENTRE LA FILOSOFÍA MORAL Y LA TEOLOGÍA.

Ciertos críticos han señalado deficiencias en la trama argumentativa central de Tras la virtud. La más notable, la carencia de tratamiento adecuado de la relación entre la tradición aristotélica de las virtudes y la religión de la Biblia y su teología37.

Pero –argumenta Alasdair MacIntyre–, «cualquier conciliación de la teología bíblica con el aristotelismo tendría que mantener la tesis de que sólo una vida constituida fundamentalmente por la obediencia a la ley podría mostrar completamente aquellas virtudes sin las cuales los seres humanos no pueden alcanzar su telos» (p. 339).

Para negar tal conciliación, habrían de aducirse razones contra esa tesis –añade nuestro profesor de Notre Dame, y afirma–: «La defensa y la afirmación clásica de esta tesis pertenecen a Tomás de Aquino; y contra él lo más convincente de que se dispone es un clásico menor moderno, ciertamente algo dejado de lado, el comentario de Harry V. Jaffa sobre el comentario de Tomás de Aquino a la Ética a Nicómaco (Thomism and Aristotelianism, Chicago 1952)38.

Evitar los problemas que suscita Tomás de Aquino al combinar la fidelidad teológica a la Torah con la fidelidad filosófica a Aristóteles habría obscurecido o distorsionado lo que era fundamental en la última parte de mi exposición: la naturaleza compleja y varia de la tradición aristotélica y su reacciones protestantes y jansenistas a secuela, el intento kantiano de establecer una base secular racional de la moral sobre la existencia de Dios, pero conllevando no sólo el rechazo del aristotelismo, sino su señalamiento como fuente primera de error moral. El contenido de mi exposición exige, una vez más, adiciones y enmiendas en muchos aspectos si las conclusiones que de él derivan han de mantener la pretensión de justificación racional. En éste y otros aspectos, Tras la virtud debería leerse como obra provisional, y si ahora puedo adelantar más mi trabajo, en gran parte lo debo a la penetración y a la generosidad de muchos filósofos, sociólogos, antropólogos, historiadores y teólogos que han contribuido a ese trabajo con sus críticas» (p. 340).

* *

Como nos parece haber señalado suficientemente en esta nota bibliográfica, la inspiración fundamental de Alasdair MacIntyre es aristotélica. El redescubrimiento de la filosofía práctica clásica provocó en su momento un giro en su trayectoria intelectual, que se había movido hasta entonces en una atmósfera analítica y marxiana.

La publicación de After Virtue: A Study in Moral Theory (1981) marca un punto de inflexión. La brillantez de esta obra, su amplitud de referencias literarias y sociológicas, así como su crítica al individualismo liberal y de su actualización del concepto aristotélico de virtud, hacen de Tras la virtud una referencia obligada. Pero como también queda de manifiesto, es aún conceptualmente algo impreciso. Whose Justice? Which Rationality? (1988) es un neto avance en la maduración de ideas y en la eliminación de equívocos. En este otro libro introduce una fundamental referencia al agustinismo ético y acerca el aristotelismo hacia una visión claramente tomista.

Three Rival Versions of Moral Enquiry (1990) cierra el ciclo de esta temática dentro de la obra de MacIntyre; en él, el tomismo se sitúa a la altura de la discusión contemporánea, al tiempo que destaca las insuficiencias de cierta neoescolástica, mimetizada de pensamiento modernizante y desconocedora del valor paradigmático del pensamiento de santo Tomás de Aquino39.

En suma, la filosofía de inspiración aristotélica no mira hacia atrás, sino hacia adelante: no parte de unos principios inmóviles y rígidos, sino de narrativas dialécticas en las que los principios lógicos-ontológicos que se van descubriendo se refieren analógicamente a su posible culminación como fines. Aparece con claridad que la ética no puede ser una ciencia aislada: no sólo es necesario radicarla en una metafísica teleológica, sino también articularlas con los demás saberes humanísticos y sociales.

«La virtud es todo menos una costumbre», decía Servais Pinckaers: es una cualidad activa que dispone al hombre para producir el máximo de lo que puede en el plano moral, que da a su razón y a su voluntad juntas el poder de realizar las acciones morales más perfectas y más altas en valor humano. Llegamos así a otra definición aristotélica de virtud, a menudo, invocada por santo Tomás, que hace bueno al que la posee y a su obra.

La virtud permite al hombre hacer una obra moral perfecta y le hace perfecto a él mismo. La virtud, en fin, no es una costumbre formada por la repetición de actos materiales40; no es una forma superior de automatismo psicológico. La virtud da al hombre la capacidad de inventar, de crear los mejores actos humanos que sea posible realizar en el plano moral, es poder de innovación y de renovación. Se forma mediante la repetición de actos «interiores» o espirituales de la inteligencia y de la voluntad, animando los actos «exteriores» del hombre. O más bien, digamos que la virtud se forma mediante la educación, según un proceso de desarrollo gradual y de perfeccionamiento metódico por el ejercicio. Esta educación es principalmente personal, pero reclama, sobre todo, la ayuda de «otro» en sus comienzos, ayuda benévola, inteligente y enérgica41.

Como es bien conocido, la teología moral asume el orden inmanente a la vida cristiana y lo lleva a la conciencia refleja y científica, explicitando sus principios y su lógica interna, verificando su congruencia con la Revelación y facilitando su comunicabilidad. Su atención se centra, por tanto, en el fin, que es el bien de la vida humana tomada como un todo, y que el sujeto moral manifiesta día a día a través de comportamientos concretos. La teología moral asume así la perspectiva interna del sujeto moral autor de su conducta, es decir, la perspectiva de la primera persona y del dinamismo intencional interno que informa las acciones humanas. Todo ello se corresponde con la mente de santo Tomás de Aquino al considerar la teología moral una ciencia práctica o al menos un saber que posee algunas de las características metodológicas de las ciencias prácticas. Precisamente, la originalidad del pensamiento moral tomista se encuentra en la perspectiva de la primera persona, elaborada por él sobre la base de la ética aristotélica y de la teología cristiana de la ley: originalidad que han olvidado muchos de sus intérpretes. Este enfoque de la primera persona es el que conocemos actualmente como ética cristiana de la virtud, que tal vez sea el más idóneo para entender y para expresar la moralidad como fenómeno humano, y para comprender y exponer científicamente la moral cristiana en la Revelación, pues, en líneas generales, el método de la teología moral consistirá en acoger la Revelación y responder, a su vez, a las exigencias de la razón humana42.

NOTAS:

1 Para no engrosar el número de notas a pie de página, en las citas textuales de Tras la virtud, nos limitaremos a señalar la página entre paréntesis.

2 Cf. MacINTYRE, A., entrevista concedida a la Rev. «Atlántida», vol 1, nº 4, 1990, pp. 87-95.

3 Entre otras, podemos recordar: A Short History of Ethics (1966), Secularisation and Moral Change (1967) y Against the Self Images of the Age (1971).

4 MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 9.

5 Cf. MacINTYRE, A., entrevista concedida a la Rev. «Atlántida», vol 1, nº 4, 1990, pp. 87-95.

6 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 35.

7 Cf. GARCÍA DE HARO, R., Recensión A. MacIntyre, After Virtue, Notre Dame, Univ. of Notre Dame Press 1980, en «Scripta Theologica» 16 (1984/3), p. 1017.

8 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 36- 38.

9 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 50- 54.

10 Cf. RATZINGER, J., Verdad, valores y poder, Rialp, Madrid 1995, pp. 33-40.

11 Vid. MacINTYRE, Tres Versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992.

12 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 56- 61.

13 Obviamente, las argumentaciones de Kierkegaard son difíciles de mantener, aunque en algún punto le asista la razón. Un poco después, en Philosophiske Smuler (1845), Kierkegaard invoca esa nueva idea fundamental de elección radical y última para explicar cómo alguien se convierte en cristiano. No es sólo que esa idea esté reñida con la filosofía de Hegel, que ya en Enten-Eller era uno de los blancos principales de Kierkegaard, sino que destruye toda cultura moral racional. Este es tal vez el principal punto flaco de su arquitectura intelectual.

14 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 150- 155.

15 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 161- 166.

16 Esta cuestión la analizará más ampliamente Alasdair MacIntyre en Three Rival Versions of Moral Enquiry (1990). En este otro libro escribe que, «puesto que mi vida ha de entenderse como una unidad ordenada de manera teleológica, como un todo cuya naturaleza y cuyo bien he de aprender a descubrir, mi vida tiene la continuidad y la unidad de una búsqueda; búsqueda cuyo objeto es descubrir esa verdad sobre mi vida como un todo que es una parte indispensable del bien de esa vida» Y más adelante apunta: «la historia de mi vida está siempre embebida en la de aquellas comunidades de las que derivo mi identidad» (MacINTYRE, A., Tres versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992, pp. 245ss.).

17 Es cierto –pensamos nosotros– que esa ontologización del concepto de narración plantea múltiples problemas, pero –de acuerdo con las tesis generales de MacIntyre– sólo de esta manera es posible pensar que la vida humana como tal tiene un telos, un concepto de lo bueno para el ser humano que, en último extremo, es independiente del agente. No en el sentido de estar ubicado en un mundo suprasensible al estilo platónico, sino más bien en el de ser previo al agente. Este telos no dice con relación a la subjetividad y a la autonomía del sujeto, sino a algo que está por detrás de él; para Aristóteles, la polis, es acto de un movimiento con respecto al cual el ser humano es potencia. Pero a MacIntyre le atrae la filosofía práctica de Aristóteles, no su metafísica. De aquí que tenga que hablar de un telos previo pero que, sin embargo, no está dado. MacIntyre, obviamente, no es hegeliano: no quiere reconciliarse con la facticidad de lo dado. En efecto, este telos –en tanto que está por realizar– es también lo que se busca: la vida buena para el hombre –dice MacIntyre– es la vida dedicada a buscar la vida buena para el hombre. Desde esta perspectiva (y presuponiendo como soporte un yo entendido de modo narrativo) las virtudes son aquellas cualidades humanas adquiridas que nos sostienen y nos ayudan en esta búsqueda, al capacitamos «para entender más y mejor lo que la vida buena para el hombre es» (MacINTYRE, Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 271).

18 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 188- 189.

19 Nos parece de interés remitir al lector al conocido artículo de A. MacIntyre, How Can We Learn What Veritatis Splendor Has To Teach?, «The Thomist», nº 58, 1994, pp. 171-195. El autor expone su pensamiento acerca de las verdades sobre las que nos alerta la encíclica: «nos presenta [la Veritatis splendor] la caracterización de cierto número de tipos de error contemporáneos: filosóficos, teológicos y morales. (…) Mientras no hayamos entendido en qué consisten dichos errores y por qué son tales, nos será imposible captar puntos importantes del relevante conjunto de verdades a que la encíclica se refiere (…)». MacIntyre va analizando esos errores, al tiempo que da razón de la ley natural, el bien absoluto, los preceptos negativos (semper et pro semper), Libertad, valores y ley, Verdad, conciencia y naturaleza… «Los mandamientos de Dios tienen que ser y actuar lo que nos restablece en nuestra libertad (…). No debemos tener voluntades, ni mentes, ni corazones divididos, (…)». Comenta [a propósito de VS, 41]: «El uso del lenguaje kantiano en este pasaje es instructivo, porque la encíclica está a la vez de acuerdo y en desacuerdo con Kant. Está de acuerdo en la comprensión de los preceptos negativos de la ley moral como prohibiciones que no admiten excepciones. Está en desacuerdo afirmando que la razón humana necesita ser instruida y corregida por la revelación de la ley de Dios. Porque no se trata sólo de que lo que Dios nos manda coincide con lo que nos exige nuestra naturaleza racional –con esto Kant podía estar fácilmente de acuerdo–, sino de que actuar de una manera particular, justamente porque Dios nos lo manda, es siempre conformar nuestra voluntad con la buena voluntad, sabiendo que lo que su bondad requiere de nosotros es lo que el propio bien nos pide. Por eso «la autodeterminación» de los seres humanos es compatible con una «teonomía» de la razón y la voluntad, puesto que «la obediencia libre del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y de la providencia de Dios».

Pero esta no es la única diferencia con Kant –añade MacIntyre–. «Según Kant hemos de cumplir nuestro deber obedeciendo la ley moral por sí misma. La doctrina de la encíclica afirma que también hemos de obedecer dicha ley por el bien que de ello se deriva para nosotros y para los demás. La ley natural nos enseña qué acciones hemos de llevar a cabo, cuáles hemos de evitar, y qué tipo de personas tenemos que llegar a ser, si queremos alcanzar nuestro último fin y nuestro bien y compartir con los otros la consecución de esta meta y este bien. Consiguiendo este bien seremos perfectos, cosa que para nosotros, humanos pecadores, es posible únicamente por la gracia. Y lo que perderemos, en caso de fracasar, será, según nos enseñó Jesús, a Dios mismo, (…)» [Puede leerse el articulo completo en MARTINEZ CAMINO, J. A. (ed.), «Libertad de Verdad», San Pablo, Madrid 1995, pp. 49-76].

20 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 191- 195.

21 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 196.

22 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 194- 196

23 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 198.

24 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 199.

25 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 201.

26 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 203.

27 Algunos autores, como Rhonheimer, parecen no estar muy de acuerdo con esta valoración de MacIntyre porque, señalan, la doctrina Aristotélica del silogismo práctico es solamente un medio para hacer intuitivo cómo están estructurados los procesos racionales prácticos; proporcionan una «exposición formal de la inferencia práctica», en la que el momento decisivo de la tendencia o del querer no puede aparecer en la formulación en modo alguno. La exposición que ofrece MacIntyre es algo distinta, dice Rhonheimer, y tal vez insuficiente: «MacIntyre –escribe Rhonheimer– reduce el fenómeno «silogismo práctico» a una mera estructura del juicio y la deliberación, sin tener en cuenta que un silogismo práctico no es solamente un silogismo, sino el juicio y la deliberación envueltos en el proceso tendencial» (RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, pp. 123-124). Sin embargo, a nuestro entender, como hemos reflejado al exponer lo que dice MacIntyre a este respecto («Ante todo, están «los deseos y metas del agente», que son el contexto necesario…»), nosotros no vemos tal disparidad.

28 Haber superado la limitación unilateral de la tradición platónica y aristotélica al papel de las pasiones es sin duda mérito de san Agustín. Así lo señala MacIntyre en Whose Justice? Which Rationality? University of Notre Dame Pres, Indiana 1988, 410pp., cap. IX, pp. 146-163.

29 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 205. 49

30 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 250.

31 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 251.

32 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 331.

33 Cf. SISON, A., Recensión A. MacIntyre, Tras la virtud, en «Persona y Derecho» 21, 1989, pp. 231-233.

34 Cf. Ibidem.

35 Cf. RHONHEIMER, M., Perché una filosofia politica? Elementi storici per una risposta, en Rev. «Acta Philosophica», volume I, 1992, pp. 233-

263. Vid. también, RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, p. 252.

36 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, pp. 323- 340.

37 Cf. MacINTYRE, A., Tras la virtud, Crítica, Barcelona 1987, p. 340.

38 Martin Rhonheimer, en La perspectiva de la moral, a propósito de la obligación moral y su fundamentación teónoma (cf. ob. cit., pp. 330- 331), hace alusión a esta cuestión. Hablemos de «ley», de «orden moral», de «principios prácticos» o de «naturaleza humana» –escribe Rhonheimer–, siempre nos estaremos refiriendo a lo único en lo que tiene sentido que se base esa forma de hablar: al orden de la virtud moral, que es un orden de la razón a lo bueno para el hombre, y por tanto «concierne sobre todo al orden de la felicidad» (S. Th., I-II, q. 90, a. 2). Con ello debería quedar solucionado el problema que plantea MacIntyre en la apostilla a su libro Der Verlust der Tugend [La pérdida de la virtud]. La referencia que hace ahí a H. Jaffa, Thomism and Aristotelianism, Chicago 1952, no es feliz –añade Rhonheimer–, dado que la mala, pero influyente interpretación a que somete Jaffa la fundamentación tomasiana de la moral surge de un desconocimiento y de una superficialidad que MacIntyre mismo ha superado, como se advierte en su obra posterior (Whose Justice? Which Rationality?).

39 Cf. LLANO, A. en Presentación al libro de MacINTYRE, A., Tres versiones rivales de la ética, Rialp, Madrid 1992, pp. 12-17.

40 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, III, q. 62, a. 2; I-II, q. 68, a. 3, solución. Para el Doctor Angélico, los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales, que se infunden con la gracia santificante, junto con las virtudes. Llama a la gracia habitual gratia virtutum et donorum, porque considera que de ella proceden tanto las virtudes como los dones. Por ello, las virtudes y los dones comparten numerosas características –entre otras, tienen la misma causa eficiente, es decir, Dios, porque ambos son hábitos sobrenaturales infusos; inhieren en el mismo sujeto (las facultades humanas); tienen el mismo objeto material (toda la conducta moral); tienen la misma causa final (la santificación del cristiano). Sin embargo, hay algunas diferencias entre las virtudes y los dones (cf. Ibíd., I-II, q. 68, a. 1, solución).

41 Cf. PINCKAERS, S., La virtud es todo menos una costumbre, en «La renovación de la moral», Verbo Divino, Estella 1971, pp. 221-246.

42 Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 29.

Tomado de: http://www.unav.es/tmoral/virtudesyvalores/vgeneral/tlvsyria.pdf


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